Como verá él lector por esta narración, yo he pasado algunos días tristes y aciagos durante mi vida y quisiera poder decir que ya habían terminado; pero el más cruel de todos, fue un miércoles, en junio de 1858. No porque fuese el último día de fiesta que yo debía pasar en tierra ni tampoco porque en más de tres meses no hubiese visto un buque, sino porque en un solo día debía concluir todo: la dulce vida de verano en el campo, el dormir a pierna suelta durante la noche la leche y la fresca mantequilla y los paseos que yo daba a mi capricho sin otro dueño que mi propia voluntad, y sin que nadie se preocupara de mí. Todo se trocaría por una semana de trabajo en los diques de las Antillas y un viaje que, al parecer, duraría más de un año. Sin embargo, esto no era lo peor del caso; hacerse a la mar no es nada para el hombre que no deja tras de sí más que la tierra y que no tiene seres queridos de cuyos brazos se haya de separar en el momento de partir.
Mi madre sobrevivió a mi padre cinco años, y yo apenas contaba catorce cuando ella dejó de existir. Desde aquel momento, mi sombrero ha cubierto mi familia y mis riquezas; entonces, me embarcaba con la misma naturalidad con que un muchacho va a su casa; la tierra para mi, era un lugar de fiesta y disipación, en donde siempre estaba alegre mientras tenía dinero. Sin embargo, en el día de que hablo, había algo más; en aquella mañana de junio, al despertar, mi corazón pesaba dentro de mi pecho como si fuese de plomo, y ningún mortal pudo verse un ceño tan triste como el que yo vi en el espejo, al volverme hacia él, en el momento en que, me lavaba. Aquél que veía era yo mismo: Guillermo Lee, de veintitrés años de edad, enamorado, y, además, comprometido a casarse. Yo contaba con que el compromiso era un engaño, todo sería esperar; pero eso no lo hacía menos real. El anillo de compromiso brillaba en el dedo de mi novia y los dos estábamos enamorados, seríamos fieles el uno al otro, y esperaríamos hasta que el sacerdote bendijese nuestra unión.
Ella era huérfana como yo. Su padre, primo de mi madre, había sido un oficial de marina y al morir, le dejó una herencia de quince mil duros. Tenía por tutor a un viejo abogado, en aquel tiempo concejal del pueblo de Burmarsh, hombre de buen fondo; pero tenía mala opinión de los demás y se complacía en que le creyeran cínico. Creo que le odiaban todos aquellos entre los que se sentaba en el consejo; no sólo por su terquedad y astucia en las votaciones, sino también porque, casi todas las semanas, escribía a los periódicos locales haciendo una crítica burlona de la corporación. Nunca tomé el menor interés en sus cosas; y, a pesar del empeño que el concejal Marcelo demostraba no pudo conseguir excitar mi curiosidad sobre ellas; por supuesto, casi no sé lo que quiere decir la palabra concejal, ni el oficio que éste desempeña; pero tenía la seguridad de que él era ajeno a todo lo que concierne a la mar.