"Pero os lo digo, mi tonto señor,
el peligro, que de esta ortiga,
arrancamos esta flor, seguridad".
Mientras estaba recostada allí, mirando el cielorraso,
tuvo su momento... sí, ¡tuvo su momento! Y no estaba conectado con
nada que hubiera pensado o sentido antes, ni siquiera con esas palabras que el
doctor acababa de decir. Era único, brillante, perfecto; era como... una
perla, demasiado inmaculada como para compararse con otra...
¿Podía describir lo que había ocurrido?
Imposible. Era como si, aún sin estar consciente (y por
cierto no lo había estado todo el tiempo) de que había estado
luchando contra la corriente de la vida... la corriente de la vida,
precisamente... hubiese de pronto dejado de luchar. ¡Oh, más que
eso! Había cedido, cedido por completo, hasta en el último pulso y
el último nervio, y había caído en el brillante seno de la
corriente y ésta la había sostenido... Formaba parte de su
cuarto... parte del gran ramo de anémonas sureñas, de las blancas
cortinas de seda que se agitaban, rígidas, contra la brisa ligera; de los
espejos, de las blancas y sedosas alfombras; formaba parte del alto, tembloroso
y ondulante clamor, roto por campanitas y gritos que llegaban flotando desde
afuera... parte de las hojas y de la luz.