Hubo una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, como retoños que eran de la misma vieja cuchara. Cada uno de ellos cargaba su fusil, miraba al frente y vestía el más gallardo uniforme rojo y azul que pueda concebirse. Las primeras palabras que oyeron en su nuevo mundo, al levantarse la tapa de su caja, fue la voz de un muchachito palmeando las manos y gritando "¡Soldados, soldados!"
El niño festejaba su
cumpleaños y los soldados eran su regalo para la ocasión. Todos eran exactamente iguales, con sólo una excepción, y éste se diferenciaba de los demás en que no tenía más que una pierna, porque había sido el último que fabricaron, y el material no alcanzó para terminarlo. Y sin embargo se sostenía tan bien en su única pierna como los otros con las dos. Y fue precisamente ese soldado el que se hizo famoso.
Sobre la mesa donde el niño los
dispuso en cuadro había muchos otros juguetes, pero lo que primero atraía a la vista era un encantador castillo de cartón. Por las ventanas de éste podía verse el interior de las habitaciones, y en el exterior algunos árboles que rodeaban un pequeño espejo a manera de lago sobre el cual nadaban varios cisnes de cera. Todo era muy lindo, y sin embargo lo más lindo de todo era una jovencita que estaba de pie en la puerta abierta del castillo.
También ella era de cartón,
pero tenía un vestido de gasa muy ligera, con una delicada cinta azul sobre los hombros, a modo de pañuelo, y una gran lentejuela muy brillante. La jovencita extendía ambos brazos, como una bailarina que era. Y en su danza una de las piernas se alzaba tan alto en el aire que el soldado de plomo no podía verla en absoluto, y suponía que a ella también, como a él, le faltaba una pierna.