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Era la mañana luminosa y alegre. El buen señor Beausaint, celoso cura párroco de La Corbie, estaba sentado detrás de la enrejada ventana del recibimiento de su modesta casa rectora, avizorando las idas y venidas por el tortuoso sendero que, partiendo del puñado de casitas humildes, agrupadas como un rebaño al pie de la montaña, trepaba sobre las vértebras de ésta para terminar en la iglesia, emplazada sobre la cumbre del alto monte, al borde mismo de un tajo y a unas trescientas varas de distancia de la casita del cura.

Era la hora que el santo varón solía dedicar a oir confesiones; pero como por una parte le aquejaban el reuma y los mil achaques propios de su edad avanzada, y por otra había confesado ya a los pocos penitentes que acostumbraban frecuentar el santo sacramento, juzgó que, sin detrimento de las almas de sus feligreses, podía prevenir perjuicios posibles de su cuerpo recogiéndose en su casita, menos húmeda y fría que la iglesia. Dispuesto estaba, sin embargo, a volver al confesionario, y de ello era prueba el hecho de que se hallase atisbando en la ventana, si en el sendero aparecía cualquiera de sus ovejas, trepando en demanda de la iglesia. Hemos de decir que semejante contingencia era muy improbable: los rudos pescadores de La Corbie muy contadas veces incurrían en faltas de comisión, aunque con dolorosa frecuencia, las cometieran de omisión: por otra parte, habían salido con el día a arrancar al veleidoso mar su sustento diario y el de sus familias. En cuanto a sus piadosas mujeres e hijas, durante la media hora anterior habían borrado sus pecadillos en el santo tribunal, y vuelto a sus casas con las conciencias limpias como el oro. Como no fuera el inválido lobo de mar Pedro Bosdet, que la noche anterior había empinado el codo más de lo justo, no era de esperar que nadie escalase la montaña para interrumpir las profundas reflexiones del buen cura.

Porque el piadoso párroco reflexionaba, sí: hondas meditaciones habían dado al traste con su ecuanimidad, y por cierto meditaciones de índole muy secular, que no se armonizaban muy bien con la piedad genuina de tan santo varón. Esa enfermedad insidiosa, que algunos llaman «fiebre policíaca» había hincado sus dientes en el alma de nuestro personaje. Cuarenta años de su sencilla existencia había vívido entre los primitivos habitantes del pueblecillo bretón sin que, hasta cinco días antes, la nubecilla más insignificante hubiera empañado la serena diafanidad de la atmósfera que respiraba; pero le presentamos a nuestros lectores en momentos en que embargaban sus potencias y sentidos pensamientos que habrían hecho honor a un sabueso policíaco. Probablemente no había leído en su vida un capítulo de las novelas de Gaboriau y es casi seguro que en sus oídos no hubiese sonado el nombre de Serlock Holmes; pero, esto no obstante, mientras sus ojos acechaban el sendero, por si pasaba algún penitente, su imaginación viajaba por rutas laberínticas y en su mente brotaban ideas dignas de aquellos dos famosos desenmarañadores de las más embrolladas madejas humanas.

 
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