Mucho han escrito los poetas, en sus versos, acerca de las
águilas, y siempre con elogio. La contextura del águila es de una
belleza indescriptible: su mirada, aguda: su vuelo, majestuoso. No vuela como
las demás aves, sino que se cierne en el aire o planea por los amplios
espacios.
Además, mira al sol de frente y no la arredran los
truenos.
Algunos incluso le atribuyen un corazón
magnánimo. Cuando, por ejemplo quieren ensalzar en sus versos al guardia
urbano del distrito, indefectiblemente lo comparan con un águila. Igual
que el águila -dicen-, el guardia urbano número tal lo
descubrió, lo agarró, le escuchó y le perdonó.
Yo mismo creí largo tiempo en tales panegíricos.
En realidad -pensaba- ¡es hermoso! Lo agarró... ¡le
perdonó! Esto último era lo que más me cautivaba. ¿A
quién perdonó? ¡¡A un ratón! ¿Y
qué era, en definitiva, un ratón? E iba presuroso a causa de
algún amigo poeta para comunicarle la nueva acción
magnánima del águila. Y el amigo poeta se ponía en pose,
daba un sorbetón y empezaba a vomitar tiradas de versos.
Mas, cierta vez, me asaltó un pensamiento: ¿Y
qué "le perdonó", en fin de cuentas, el águila al
ratón? Corría el animalejo, cruzando el camino, a solventar
algún asunto suyo, cuando el águila le vio, abatióse sobre
él, lo chafó y... ¡le perdonó! ¿Por qué
"perdonó" ella al ratón, y no el ratón a
ella?