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Una noche oscura y lluviosa del verano de 182..., salía del café, en el que acababa de perder todo su dinero, un joven teniente del 96° regimiento, de guarnición en Burdeos. El joven renegaba de su estupidez, pues era pobre.

Al pasar por una de las calles más desiertas y silenciosas del` barrio de Lormond, oyó de pronto unos gritos, y por una puerta que se abrió con estrépito salió violentamente proyectada una persona, que vino a caer a sus pies. La oscuridad era can profunda, que sólo por el ruido se podía apreciar lo que ocurría. Los perseguidores, quienesquiera que fuesen, debieron de oír los pasos del joven oficial y se pararon en la puerta.

El transeúnte escuchó un momento. Los hombres hablaban bajo y no se acercaban. Por mucho que le desagradara la escena, Liéven se creyó en el deber de levantar a la persona que estaba en el suelo.

Observó que estaba en camisa; a pesar de la profunda oscuridad de la noche, a las dos de la mañana que debían de ser, Liéven creyó percibir una larga cabellera suelta; luego, se trataba de una mujer. Este descubrimiento no le hizo ninguna gracia. La mujer parecía incapaz de andar sin ayuda. Para no abandonarla, Liéven tuvo que pensar en los deberes prescritos por la humanidad.

Se veía ya en el desagradable trance de tener que presentarse al día siguiente ante el comisario de policía y afrontar las burlas, de sus compañeros y las gacetillas satíricas de los periódicos locales. «La dejaré apoyada en la puerta de una casa -se dijo-, llamaré y me iré corriendo.» Iba a hacerlo así, cuando oyó a la mujer quejarse en español. Liéven no sabía ni una palabra de español. Quizá por esto, las dos muy corrientes que pronunció Leonor le despertaron unas ideas muy novelescas. Ya no vio un comisario de policía y un¡ muchacha de la vida maltratada por usos borrachos; su imaginación se extravió en ideas de amor y de aventuras extraordinarias.

Liéven, después de levantar a la muchacha, le dirigía palabras de consuelo. ¡Mira que si fuera fea! », se dijo.

Ante esta duda, entró en juego la razón y le hizo olvidar las ideas romancescas.

Quiso hacer que se sentara en el umbral de una puerta y ella, se negó.

-Vayamos más lejos -le dijo en un cono muy extraño.

-¿Tiene miedo de su marido? -le preguntó Liéven.

-Por desgracia mía, dejé a ese marido, el hombre más respetable del mundo, y que me adoraba, por un amante que me atroja de su lado bárbaramente.

Esta frase hizo que Liéven olvidase al comisario de policía y las desagradables consecuencias de una aventura nocturna.

-Me han robado, caballero -dijo Leonor al cabo de unos momentos-; pero ahora me doy cuenta de que me queda una pequeña sortija de brillantes. Quizás algún hostelero quiera recibirme. Pero, caballero, voy a ser el escándalo de la casa, pues he de confesarle que no llevo más ropa que una camisa. Si hubiera tiempo, caballero, le suplicaría de rodillas, en nombre de la humanidad, que me llevara a una habitación cualquiera y comprara para mí, a una mujer del pueblo, un mal vestido. Después -añadió, animada por el joven militar- podrá usted llevarme hasta la puerta de una humilde posada y, una vez allí, dejaré de pedir auxilio a un hombre generoso y le rogaré que abandone a una desventurada.

Todo esto, dicho en mal francés, gustó bastante a Liéven.

-Señora -contestó, voy a hacer lo que me ordena. Pero lo principal, para usted y para mí, es que no nos detengan. Me llamo Liéven, teniente del 96° regimiento. Si topamos con una patrulla qué no sea de este regimiento, nos llevarán al cuerpo de guardia, donde habrá que pasar la noche, y mañana usted y yo, señora, seremos la comidilla de Burdeos.

Liéven, que llevaba del brazo a Leonor, notó que se estremecía. «Este miedo al escándalo es buena señal », pensó.

-Dígnese ponerse mi levita -dijo a la señora-; la voy a llevar a mi domicilio.

-¡Oh cielos, caballero!...

-No encenderé luz, se lo juro por mi honor. La dejaré dueña absoluta en mi cuarto y .no apareceré hasta mañana por la mañana. No hay más remedio, pues a las seis llega mi sargento, que es hombre de los que llaman hasta que les abren. Está usted tratando con `un hombre de honor...

¡Pero qué bonita es!, se decía Liéven.

Abrió la puerta de su casa. La desconocida estuvo a punto de caer al pie de la escalera, porque no encontraba el primer peldaño. Liéven le hablaba muy bajo y ella le contestaba de la misma manera.

-¡Qué atrevimiento, traer mujeres a mi casa! -exclamó en tono agrio una tabernera bastante guapa, abriendo la puerta y con una pequeña lámpara en la mano.

Liéven se volvió vivamente hacia la desconocida, vio un rostro admirable y sopló la lámpara de la hostelera.

-¡Silencio, madame Saucéde, o mañana por la mañana me voy de aquí! Diez francos pata usted si no dice nada a nadie. Esta señora es la esposa del coronel, y yo vuelvo a salir en seguida.

Liéven había llegado al tercer piso, a la puerta de su cuarto. Temblaba.

-Entre, señora -dijo a la mujer, que estaba en camisa-. Junto al reloj de mesa hay un encendedor fosfórico. Encienda la vela y la lumbre, y cierre la puerca por dentro. Yo la respeto como a una hermana y no volveré hasta que sea de día. Le traeré un vestido.

-«¡Jesús María!» (sic) -exclamó la bella española.

Al día siguiente, cuando Liéven llamó a su puerta, estaba locamente enamorado. Por no despertar demasiado temprano a la desconocida, había tenido la paciencia de esperar en la puerta a su sargento y de ir con él a firmar sus papeles en un café.

Había alquilado una habitación en la vecindad y traía para la desconocida ropa y hasta una careta.

-Así, señora, no la veré, si usted lo exige -le dijo a través de la puerta.

A la joven española le gustó la idea de la careta y la distrajo de su profundo dolor.

-Es usted tan generoso -le dijo, sin abrir-, que me tomo la libertad de rogarle que deje a la puerta el paquete de ropa que ha comprado para mí. Cuando le oiga bajar lo cogeré.

-¡Adiós, señora! -dijo Liéven; y se marchó.

Leonor quedó tan encantada de tan pronta obediencia, que le dijo, en un tono casi de tierno afecto.

-Si puede, caballero, vuelva dentro de media hora.

 
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