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Cuando Liéven volvió, la encontró con la careta puesta Pero vio unos brazos bellísimos, un cuello bellísimo, unas manos bellísimas. Estaba embelesado.

Era un joven bien nacido que tenía que hacer un gran esfuerzo para atreverse con las mujeres que le gustabas Su tono fue tan respetuoso, hizo con tanta gracia los honores de su cuarto, pequeño y pobre, que cuando se volvió, después de disponer un biombo, se quedó petrificado de admiración al ver a la mujer más bella que había conocido en su vida; la extranjera se había quitado la careta. Tenía unos ojos negros que parecía que hablaban. Quizás en circunstancias corrientes de la vida resultaran duros a fuerza de energía. La desesperación les daba un poco de simpatía, y se puede decir que a la belleza de Leonor no le faltaba nada. Liéven pensó que debía de tener entre diecisiete a veinte años.

Hubo un silencio. Leonor, a pesar de su desesperación, no pudo menos de observar con cierta satisfacción el embeleso del joven militar, que le parecía ser de muy buena casa.

-Es usted mi bienhechor -le dijo por fin- y, a pesar de su edad y de la mía, espero que seguirá comportándose bien.

Liéven contestó como puede hacerlo un hombre muy enamorado; pero supo dominarse lo suficiente para renunciar a la dicha de decirle que la amaba. Por otra parte, había en los ojos de Leonor algo tan imponente y tenía un aire tan distinguido, a pesar de las pobres vestiduras que acababa de ponerse, que le costó menos ser prudente. «Más vale ser tonto del todo», se dijo a sí mismo. Y se entregó a su timidez y al placer celestial de mirar a Leonor sin decirle nada. No podía hacer cosa mejor. Este comportamiento tranquilizó poco a poco a la bella española. Allí, uno frente a otro, mirándose en silencio, estaban muy graciosos.

-Necesitaría un sombrero completamente de mujer del pueblo y que tape la cara -le dijo-; pues, desgraciadamente -añadió casi riendo-, no puedo ir por la calle con su careta.

Liéven consiguió un sombrero; luego llevó a Leonor a la habitación que había alquilado para ella. Leonor le dijo, más preocupada, pero casi contenta:

-Todo esto puede acabar para mí en el patíbulo.

-Por servirla -le dijo, muy impetuoso, Liéven-, me arrojaría al fuego. He alquilado para usted esta habitación a nombre de madame Liéven, mi mujer.

-¿Su mujer? -replicó Leonor, casi contrariada.

-Había que dar ese nombre o exhibir un pasaporte que nosotros no tenemos.

Este «nosotros» le hizo feliz. Había vendido la sortija, o al menos había entregado a la desconocida cien francos, que era su valor. Sirvieron la comida; la desconocida invitó a Liéven a sentarse.

Terminado el almuerzo, le dijo.

-Ha sido usted para mí un hombre generosísimo. Si quiere, déjeme. Este corazón le quedará eternamente agradecido.

-La obedezco -repuso Liéven, levantándose.

Tenía la muerte en el corazón. La desconocida se quedó pensativa y luego le dijo:

-Quédese. Es usted muy joven, pero la verdad es que necesito un apoyo, ¿y quién me dice que podré encontrar otro hombre tan generoso? Por otra parte, si tuviera usted por mí un sentimiento al que yo no puedo aspirar, el relato de mis falcas me hará perder en seguida su estimación y a usted le quitará todo interés por la mujer más infame del mundo. Pues ha de saber, caballero, que todas las culpas son mías. No puedo quejarme de nadie, y menos que de nadie, de don Gutier (sic) Ferrandez, mi marido. Es uno de esos desdichados españoles que hace dos años buscaron refugio en Francia. Somos los dos de Cartagena, pero él es muy rico y yo muy pobre. «Le llevo treinta años, querida Leonor -me dijo en un aparte la víspera de nuestra boda-; pero tengo vatios millones y la amo como un loco, como no he amado nunca. Mire, elija: si por mi edad la disgusta este casamiento, asumiré ante sus padres toda la culpa de la ruptura.» De esto hace cuatro años, caballero. Yo tenía quince. Lo que más sentía entonces era el peso de la gran pobreza en que la revolución de las Cortes (sic) sumió a mi familia. No le amaba. Acepté. Pero necesito de sus consejos, caballero, pues no conozco las costumbres de este país ni, como usted ve, su lengua. A no ser por esta necesidad que tengo de usted, no podría soportar la vergüenza que me mata... Esta noche, al verme arrojada de una casa de pobre traza, ha podido creer que socorría a una mujer de mala vida. Pues bien, caballero, valgo menos aún. Soy la más infame y también la más desdichada de las mujeres -añadió Leonor, deshecha en lágrimas-. Quizá un día de éstos me verá ante los tribunales de su país y seré condenada a una pena infamante. Nada más casarnos, don Gutier tuvo celos. ¡ Ay Dios mío!, entonces los tenía sin razón, pero seguramente adivinaba mi mala índole.

Cometí la necedad de irritarme mucho por las sospechas de mi marido, de sentirme ofendida en mi amor propio. ¡ Oh, desdichada de mí!...

-Así tuviera usted que reprocharse los mayores crímenes -la interrumpió Liéven- , soy suyo hasta la muerte. Pero si podemos temer la persecución de los gendarmes, dígamelo ahora mismo, para que yo le arregle la huida sin pérdida de tiempo.

-¿Huir? ¿Cómo voy a poder viajar por Francia? Con mi acento español, mi juventud, mi turbación, me detendrá el primer gendarme que me pida el pasaporte. Seguramente a estas horas me están buscando los gendarmes de Burdeos; mi marido les habrá prometido puñados de oro si logran dar conmigo. ¡Déjeme, caballero, abandóneme!... Voy a decirle algo más atrevido. Adoro a un hombre que no es mi marido, ¡y qué hombre! Es un monstruo; usted lo despreciará. Bueno, pues, a pesar de todo, ese hombre no tiene más que decirme una palabra de arrepentimiento y vuelo, no digo a sus brazos, sino a sus pies. Voy a permitirme unas palabras muy inconvenientes, pero, en el abismo de oprobio en que he caído, por lo menos no quiero engañara mi bienhechor. Está usted viendo a una desventurada que le admira, que le tiene una inmensa gratitud, peto que nunca podrá amarle.

Liéven se quedó muy triste.

-Señora, no confunda la súbita tristeza que me inunda -le dijo al fin con desmayada voz- con el propósito de abandonarla; estoy pensando en los medios de evitar la persecución de los gendarmes. Por ahora, lo menos peligroso es seguir escondida en Burdeos. Más adelante le propondré embarcarse con el nombre de otra mujer de su edad y tan bonita como usted, para la que tomaré pasaje en un barco.

Liéven, al terminar estas palabras, tenía los ojos muertos.

 
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