Pasado mucho rato, estando yo dormida, entró un hombre en mi casa, y me di cuenta inmediatamente de que el intruso no era Mayral.
»Cogí un puñal, el cobarde se asustó y cayó de rodillas implorando perdón; yo me lancé hacia él para matarle.
»-Si me toca, irá a la guillotina -decía.
»La bajeza de este lenguaje me horrorizó. "Con qué gente me he comprometido", pensé. Tuve la presencia de ánimo de decir a aquel hombre que yo contaba con protecciones en Burdeos y que el señor fiscal general mandaría detenerle si no me decía toda la verdad.
»-Bueno -contestó-, yo no he robado nada de su oro ni de sus brillantes. Mayral acaba de marcharse de Burdeos; va a París con todo el botín. Se ha escapado con la mujer de nuestro director; le dio veinticinco de sus hermosos luises y el director le cedió la mujer. A mí me dio dos luises, que aquí tiene, a menos ,que tenga usted la bondad de dejármelos; Mayral me los dio para que la retuviera el mayor tiempo posible con el fin de llevar él treinta horas de adelanto.
»- ¿Es español? -le pregunté.
»- ¡Español! Es de Santo Domingo, de donde escapó después de robar o asesinar a su amo.
»- ¿A qué vino aquí esta noche? Contéstame -le dije-, o mi tío te mandará a galeras.
»-Como yo vacilaba en venir aquí para guardarla, Mayral me dijo que era usted una mujer muy guapa. «Nada más fácil -me dijo- que ocupar mi sitio a su lado; será gracioso. Ella quiso una vez burlarse de mí; ahora me burlaré yo de ella. Con esta condición, acepté; pero como no me atrevía, vino con la silla de posta hasta la puerca y subió para darle un beso delante de mí, después de esconderme junto a la cama.
También aquí los sollozos ahogaron la voz de Leonor.
-El joven saltimbanqui que estaba conmigo -continuó Leonor- tenía miedo y me daba los detalles más verídicos y desoladores sobre Mayral. Yo estaba muerta de desesperación. «Quizá me ha dado un filtro», pensaba, «pues no puedo odiarle.»
»Y así es, caballero; ni después de tanta infamia puedo odiarle. Sé que le adoro.
Doña Leonor guardó silencio y se quedó pensativa.
«¡Extraña ceguera! -pensó Liéven-. ¡Una mujer tan inteligente y tan joven creer en un sortilegio!»
-En fin -reanudó doña Leonor- , aquel joven, viéndome pensativa, empezó a tener menos miedo. Se fue de repente y, pasada una hora, volvió con un compañero. Tuve que defenderme; fue una lucha tremenda; puede que, al mismo tiempo que pretendían otra cosa, quisieran matarme. Me cogieron mi bolsa y unas alhajillas. Por fin pude llegar a la puerta de la casa; pero, a no ser por usted, probablemente me hubieran perseguido en la calle.
Liéven, cuanto más loca de amor por Mayral veía a Leonor, más la adoraba. Lloró mucho; le besaba la mano. Como él, con palabras veladas, le habló de su amor, Leonor le dijo al cabo de unos días:
-¿Creerá usted, fiel amigo, que me figuro que, si yo pudiera demostrar a Mayral que nunca pretendí burlarme de él, quizá me amaría?
-Tengo muy poco dinero -repuso Liéven-; por aburrimiento, me puse a jugar; pero acaso el banquero al que me recomendó mi padre en Burdeos no me niegue quince o veinte luises si se lo suplico; voy a hacerlo todo, incluso bajezas; con ese dinero podrá usted ira París.
Leonor le abrazó.
-¡Santo Dios, que yo no pueda amarle! Pero ¿es posible que me perdone mis locuras?
-Tan posible, que me casaría con usted loco de alegría y ría a su lado mi vida, considerándome el más afortunado de hombres.
-Pero es que, si encuentro a Mayral, me sé lo bastante loca y miserable para abandonarle a usted, mi bienhechor, y caer a los pies de él.
Liéven enrojeció de ira.
-No hay más que un medio de curarme: matarme -le dijo, cubriéndola de besos.
-Oh, no te mates, amigo mío! -le dijo ella.
No se le ha vuelto a ver. Leonor ha profesado en el convento de las Ursulinas.