»- Bueno, será tu marido, pero no por eso dejo yo de hacer un papel idiota -repetía, iracundo.
»Por fin, al cabo de una hora, se marchó.
»¿Me creerá usted, caballero, si le digo que toda esta necia conducta de Mayral casi me abrió los ojos en cuanto a él, pero no llegó a disminuir mi amor?
» Como mi marido no hacía nunca vida social, pasaba todo el tiempo conmigo. Era dificilísima la segunda cita que yo había jurado a Mayral que le concedería.
»Me escribía cartas llenas de reproches ; en el circo hacía alarde de no mirarme. En fin, caballero, que mi fatal amor rebasó todos los límites.
»"Venga a la hora de la Bolsa un día que haya visto ir a ella a mi marido -le escribí-; le esconderé; si el azar me concede un minuto de libertad, le veré; si, por una favorable casualidad, va también a la Bolsa al día siguiente, le veré; si no, al menos habrá tenido una prueba de mi fidelidad y de la injusticia de sus sospechas. Piense a lo que me expongo."
»Esto respondía al temor que él tenía siempre de que yo hubiera elegido otro amante de mi rango con el que me burlara del pobre saltimbanqui napolitano. Un compañero suyo le había contado a este respecto no sé qué cuento absurdo.
»Pasados ocho días, mi marido fue a la Bolsa; en pleno día, Mayral entró en mi cuarto escalando la pared del jardín. ¡Ya ve a lo que me exponía! No llevábamos juntos tres minutos, cuando volvió mi marido. Mayral se escondió en el tocador; pero don Gutier había venido solamente a buscar unos papeles que necesitaba. Por desgracia, traía también un saco de portuguesas. Le dio pereza bajar a la caja, entró en mi gabinete, meció el oro en uno de mis armarios, lo cerró con llave y, por más precaución, porque es muy desconfiado, se llevó también la llave del gabinete. Imagínese mi apuro; Mayral estaba furioso; sólo pude hablarle un poco a través de la puerta.
»Mi marido volvió pronto. Después de comer me obligó en cierto modo a salir de paseo. Quiso ir al teatro. Total, que no pude volver hasta muy tarde. Todas las noches se cerraban con mucho cuidado todas las puertas de la casa y mi marido se hacía cargo de las llaves. Por pura casualidad, aprovechando el primer sueño de don Gutier, pude hacer salir a Mayral del gabinete donde llevaba, rabiando, tanto tiempo; le abrí la puerta de un pequeño desván. Fue imposible hacerle bajar al jardín. Habían metido en él un cargamento de balas de lana y las guardaban dos o tres cargadores. Mayral se pasó todo el día siguiente en el desván. Imagínese lo que yo sufriría: me parecía a cada momento verle bajar puñal en mano y abrirse paso asesinando a mi marido. Era capaz de todo. Al menor ruido en la casa, yo me echaba a temblar.
»Para colmo de desdichas, mi marido no fue aquel día a la Bolsa. Por fin, sin haber podido hablar ni un minuto con Mayral, tuve la gran suerte de poder mandar a unos recados a todos los cargadores y encontrar el momento para que Mayral escapara por el jardín. Al pasar rompió con el mango de! puñal el gran espejo del salón. Estaba furioso.
»Aquí, caballero, me va a despreciar usted canto como me desprecio yo misma. Desde aquel momento, ahora lo veo claro, Mayral dejó de amarme; creyó que me había burlado de él.
»Mi marido sigue enamorado de mí; aquel día me besó varias veces y me cogió en sus brazos. Mayral, enfermo de orgullo, más que de amor, se figuró que yo le había escondido para que fuera testigo de aquellas efusiones.
»Ya no contestaba a mis cartas, ni siquiera se dignaba mirarme en el circo.
»Debe de estar usted muy cansado, caballero, de esta serie de infamias, y todavía falta la más atroz y cobarde.
Hace ocho días anunció su marcha la compañía de volatineros napolitanos. El lunes pasado, día de san Agustín, loca de amor por un hombre que, en las tres semanas transcurridas desde la aventura del encierro en mi casa, no se dignó mirarme ni contestar a mis cartas, me fui de casa del mejor de los maridos y, caballero, me fui robándole, yo que no le llevé más dote que un corazón infiel. Me llevé los brillantes que me había regalado y cogí de su caja dos o tres cartuchos de quinientos francos, porque pensé que si Mayral intentaba vender los brillantes en Burdeos, resultaría sospechoso.
En este punto de su relato, doña Leonor se sonrojó mucho. Liéven estaba pálido y acongojado. Cada palabra de Leonor le atravesaba el corazón, y sin embargo, por una horrible perversión de carácter, cada una de aquellas palabras aumentaba el amor que le abrasaba.
Fuera de sí, cogió a Leonor la mano y Leonor no la retiró.
«¡Qué bajeza la mía -se dijo Liéven- , gozar de esta mano mientras Leonor me habla abiertamente de su amor por otro! Si me la deja, es por desdén o por distracción, y yo soy el hombre menos delicado del mundo.»
-El lunes pasado, caballero -continuó Leonor-, hace cuatro días, a eso de las dos de la madrugada, después de tener la cobardía de dormir con láudano a mi marido y al portero, me escapé. Fui a llamar a la puerta de la casa de donde logré escapar cuando pasaba usted. Es la casa de Mayral.
»- ¿Creerás ahora que te amo? -le dije.
»Estaba loca de felicidad. El me pareció desde el primer momento más asombrado que enamorado.
»A la mañana siguiente, cuando le enseñé los brillantes y el oro, se decidió a dejar la compañía de saltimbanqui; y huir con. migo a España. Pero, ¡ Dios santo!, por su ignorancia de ciertas costumbres de mi país, me pareció que no era español. Probablemente, pensé, acabo de unir mi destino al de un simple caballista de circo. Pero ¡ qué me importa, si le amo! Echo de ver que es dueño de mi vida. Seré su sirvienta, su mujer fiel; él seguirá su oficio. Soy joven; si es necesario, aprenderé yo misma a montar a caballo. Si cuando seamos viejos nos encontramos en la miseria, no importa: moriré de miseria a su lado. Y no habrá por qué compadecerme, puesto que habré vivido feliz.
»¡Qué locura, qué perversión! -exclamó Leonor, interrumpiéndose.
-Hay que reconocer -dijo Liéven- que usted se moría de aburrimiento con su marido, tan viejo, y que no quería llevarla a ninguna parte. Esto la justifica mucho para mí. Usted no tiene más que diecinueve años, y él cincuenta y nueve. ¡ Cuántas mujeres viven consideradas en la sociedad de mi país y, en el fondo, no tienen los remordimientos que tiene usted, aunque han cometido faltas mayores!
Unas cuantas frases de este estilo parecieron aliviar de un gran peso a Leonor.
-Pasé tres días con Mayral -continuó-. Por la noche me dejaba para ir a su trabajo; anoche me dijo:
»-Como podría venir a mi casa la policía, voy a dejar tus brillantes y tu oro en casa de un amigo seguro.
»A la una de la madrugada, después de esperarle hasta mucho más tarde de la hora acostumbrada y muerta de miedo de que Mayral hubiera sufrido una caída del caballo, volvió, me dio un beso y en seguida salió nuevamente de la habitación. Por fortuna, yo tenía luz, aunque él me la había prohibido dos veces y hasta me había apagado la lamparilla.