-Don Gutier Ferrandez -contó Leonor- se hizo sospechoso al partido que tiraniza a España. Dábamos paseos en barca mar adentro. Un día nos cruzamos con un pequeño brick francés. «Embarquémonos -me dijo mi marido-. Abandonaremos todos nuestros bienes de Cartagena.» Nos embarcamos. Mi marido es todavía muy rico; tomó una casa soberbia en Burdeos y aquí reanudó su comercio; pero vivimos completamente solos. No quiere que yo trate a la sociedad francesa. Sobre todo desde hace un año, con el pretexto de precauciones políticas que no le permiten ver a los liberales, no he hecho ni dos visitas. Me moría de aburrimiento. Mi marido es muy estimable, el más generoso de los hombres, pero desconfía de todo el mundo y lo ve todo negro. Desgraciadamente, hace un mes cedió a mi ruego de que tomáramos un palco en el teatro. Eligió el peor y tomó uno metido en el escenario mismo, para que no me vieran los jóvenes de la ciudad. Acababa de llegara Burdeos una compañía de caballistas napolitanos... ¡Ah, caballero, cómo va a despreciarme!
-Señora -le contestó Liéven-, la escucho con atención, peto no pienso más que en mi desdicha: ama usted para siempre a un hombre más afortunado.
-Seguramente habrá oído usted hablar del famoso Mayral -dijo Leonor, bajando los ojos.
-¿El caballista español? ¡Claro que sí! -repuso extrañado Liéven-. Ha movilizado a codo Burdeos. Es muy ágil y guapo.
-Por mi desgracia, caballero, creí que no era un hombre sin categoría. Mientras hacía sus piruetas a caballo, no cesaba de mirarme. Un día, al pasar debajo del palco, del que acababa de salir mi marido, me dijo en catalán: «Soy capitán de las tropas del Márquesito (sic) y la adoro a usted.» ¡Ser amada por un caballista, qué horror, caballero! Y mayor infamia aún poder pensar en esto sin espanto. Los días siguientes tuve la fuerza de voluntad de no ir al circo. ¿Qué quiere que le diga, caballero? Sufría mucho. Un día, mi doncella me dijo: «El señor Ferrandez ha salido. Le ruego, señora, que lea este papel.» Y escapó, cerrando la puerta. Eta una carta muy tierna de Mayral. Me contaba la historia de su vida; decía que era un pobre militar obligado por la más horrible penuria a hacer un oficio que me ofrecía abandonar por mí. Su verdadero nombre era don Rodtigue (sic) Pimentel. Volví al circo. Poco a poco fui creyendo en los infortunios de Mayral y recibiendo con alegría sus cartas. Y, ¡ay de mí!, acabé por contestarle. Le amé cota pasión, con una pasión -añadió don Leonor, rompiendo a llorar- que nada ha podido quebrantar, ni siquiera los más tristes descubrimientos... No tardé en ceder a sus ruegos y deseé tanto como él la ocasión de hablarle. Sin embargo, ya entonces tuve una sospecha: pensé que quizá Mayral no tenía nada de Pimentel ni de capitán de las tropas del Marquesito. No tenía bastante orgullo para eso; varias veces manifestó el temor de que yo quisiera burlarme de él por su oficio de caballista volatinero en una compañía de saltimbanquis napolitanos...
»Hace aproximadamente dos meses, cuando íbamos a salir para ir al circo, mi marido recibió la noticia de que uno de sus barcos había encallado cerca de Royan, en la desembocadura del río. Y él que no hablaba nunca y no me decía ni diez palabras ea todo el día, exclamó: "Tendré que ir allá mañana". Aquella noche, en la función, le hice a Mayral una seña convenida. Mientras él veía a mi marido en el palco, fue a coger una carta que yo había dejado a la portera de mi casa, a la que él había sobornado. Al poco rato vi a Mayral rebosante de alegría Yo había tenido la nueva debilidad de escribirle que a la noche siguiente le recibiría en una sala baja que daba al jardín.
»Mi marido embarcó después del correo de París, al medio; día. Hacía un tiempo soberbio y estábamos en los días más cálidos. Aquella noche dije que iba a dormir en el cuarto de mi marido, que estaba en la planta baja y daba al jardín, porque allí me agobiaría menos el calor. A la una de la madrugada, cuando, después de abrir la ventana con mucha precaución, esperaba a Mayral, oí de pronto un gran ruido por el lado de la puerta: era mi marido. A medio camino de Royan, había visto su barco subiendo tranquilamente por el Gironda en dirección a Burdeos.
»Don Gutier, al volver, no se dio cuenta de mi horrible apuro; congratulándose de mi buena ocurrencia de dormir en una habitación fresca, se acostó a mi lado.
»Imagínese mi preocupación; para mayor desgracia, hacía una luna clarísima. No había transcurrido una hora cuando vi distintamente a Mayral acercándose a las ventanas. No se me había ocurrido cerrar, cuando llegó mi marido, la puertaventana de un gabinete contiguo al dormitorio. Estaba abierta de par en par, lo mismo que la puerta que comunicaba el gabinete con la alcoba.
»Con movimientos de cabeza, única cosa que osaba permitirme teniendo a mi lado un marido celoso, intenté en vano hacer entender a Mayral que nos había ocurrido una desgracia. Le oí entrar en el gabinete y al cabo de un momento llegó junto a la cama por el lado donde estaba yo acostada. Imagínese cuál sería mi terror; se veía tan claro como si fuera de día. Por suerte, Mayral no habló al acercarse.
»Le señalé a mi marido durmiendo a mi lado y de pronto vi que" sacaba un puñal. Horrorizada, me incorporé. Mayral se acercó a mi oído y me dijo:
»- ¡Es tu amante! Ya comprendo que llego en mal momento, o más bien pensaste que era divertido burlarte de un pobre caballista volatinero; pero ese lindo señor va a pasar un mal rato.
»- Es mi marido -le repetía yo en voz muy baja; y con toda la fuerza que podía le sujetaba la mano.
»- ¿Tu marido, cuando yo le vi embarcarse esta mañana en el vapor de Royan? Un saltimbanqui napolitano no es tan tonto como pata tragarse eso. Levántate y ven a hablarme en el gabinete de al lado. Lo exijo; y si no lo haces despierto a ese lindo caballero; entonces, puede que diga cómo se llama. Yo soy más fuerte, estoy mejor armado y, con todo lo pobre diablo que soy, le demostraré que no es buena cosa burlarse de mí. Quiero ser yo tu amante, vive Dios!, y quien hará el ridículo será el.
»En este momento se despertó mi marido.
»- ¿Quién habla de amante? -exclamó, muy sorprendido.
»Mayral, quien, a mi lado, me tenía abrazada y me hablaba al oído, se bajó muy oportunamente ante aquel movimiento imprevisto. Yo extendí el brazo como si me hubieran despertado las palabras de mi marido. Hasta que don Gutier, creyendo que había soñado, volvió a dormirse. El puñal desenvainado de Mayral seguía reflejando la luz de la luna, que en aquel momento daba de lleno en la cama. Prometí todo lo que Mayral quiso. Exigió que le acompañara al gabinete contiguo.