Al día siguiente de su llegada a Marsella invitó
a comer al capitán Ellis, su antiguo ayudante, que acababa de pasar seis
semanas en Córcega. El capitán refirió muy bien a miss
Lidia una historia de bandidos que tenía el mérito de no parecerse
por ningún estilo a las historias de ladrones con que tan a menudo le
habían hecho pasar el rato en el camino de Roma a Nápoles. A los
postres, habiéndose quedado solos los dos hombres con unas cuantas
botellas de Burdeos, hablaron de caza, y el coronel se enteró de que no
hay país en que sea mejor que en Córcega, más variada ni
más abundante.
- Vense muchos jabalíes,- decía el capitán
Ellis, - y hay que aprender a distinguirlos de los cerdos domésticos, que
se les parecen de una manera sorprendente; de otro modo, matando cerdos, se
tiene mal pleito con los que los guardan. Salen de un matorral que llaman
maquis; armados hasta los dientes, se hacen pagar los animales y se
burlan de vos. Tenéis también el carnero silvestre,
extrañísimo animal que no se encuentra en ninguna otra parte;
famosa montería, pero difícil. Ciervos, gamos, faisanes, perdices:
sería imposible citar todas las especies de caza que hormiguean en
Córcega. Si os gusta tirar, id a Córcega, coronel. Como
decía uno de mis huéspedes, podéis tirar allí sobre
toda la caza imaginable, desde el tordo hasta el hombre.
Al tomar el té, el capitán dejó encantada
de nuevo a miss Lidia con una historia de vendetta transversale,
más extraña todavía que la primera, y acabó de
entusiasmarla con Córcega describiéndole el aspecto raro, salvaje,
del país, el carácter original de sus habitantes, su hospitalidad
y sus costumbres primitivas. En fin, puso a sus pies un lindo puñalito,
menos notable por su forma y su montura en cobre que por su origen.
Habíalo cedido al capitán Ellis un famoso bandido,
garantizándole que había sido hundido en cuatro cuerpos humanos.
Miss Lidia se lo puso en el cinturón, dejólo sobre la mesa de
noche, y lo sacó dos veces - de la vaina antes de dormirse. Por su parte,
el coronel soñó que mataba un carnero silvestre y que el
propietario se lo hacía pagar, a lo cual accedía de buen grado,
pues era un animal curiosísimo que se parecía a un jabalí,
con astas de ciervo y cola de faisán.