Hay hombres que, a fuerza de vivir entre panes de
azúcar, se acostumbran a desmigajar su fortuna como un terrón
puesto dentro del agua. Pero La Habana es el país del azúcar y
Nueva York es el país del oro. No me habléis de las razas ni de
las figuras: no hay hombres más gallardos que los yanquis.
Mis impresiones de viaje tocan a su término. Ya estamos
en México. Me habían dicho que ésta era la tierra de la
primavera. Yo, sin embargo, no la he visto más que en el exuberante
corsé de la Leroux y en los ramos que manda comprar todas las noches el
director de orquesta. Me esperaba ver correr arenas de oro por las calles, como
corrían entre las ondas del Pactoló; por desgracia, no he hallado
más que periodistas complacientes, amigos que suelen cenar de cuando en
cuando, y elegantes gomosos que nos tratan como si fuéramos damas del
Faubourg Saint-Germain. Es una simple equivocación: Notre-Dame de Lorette
queda más lejos.
Cada noche me miro cortejada entre los bastidores por una turba
de elegantes y de pollos que me hablan con la cabeza descubierta, tirando
escrupulosamente el cigarro para no molestarme con el humo. Y todos se disputan
mis sonrisas; me dirigen mil flores que trascienden al hotel Rambouillet y
-¡oh colmo de los colmos!- hasta me escriben cartas. Los más
audaces de ellos suelen invitarme a tomar una grosella o un champagne...
vermouth. Me encuentran en las calles, y, apartándose corteses para
cederme la acera, se quitan el sombrero. Algunos calaveras me han besado la
mano.
Aquí tampoco hay príncipes rusos. Pero, en cambio, llevo una
completa colección de autógrafos, a cual más precioso.
Ésta es la primera ciudad en que me tratan como se trata a una
señora. Ya verá usted si tengo razón para estar
agradecida.