Heme de nuevo aquí, ya menos pobre, después de
mis excursiones subterráneas. Las puertas de un teatro se abren a mi
belleza en formación, y el cielo de las bambalinas cubre con sus harapos
mi descoco. El empresario era un hombre gotoso, enfermo y sucio, que pagaba
perfectamente mal a las infelices figurantas. Con lo que yo ganaba en aquel
teatro podía comprar tres pares de botines y algunas cuantas cajas de
cerillos.
Pero ésta era una cuestión completamente
secundaria.
Yo no aspiré jamás a vivir, como artista, del
teatro. Apenas sabía leer; mis grandes conocimientos musicales hubieran
atraído sobre mi cabeza una aguacero de patatas cocidas. O el arte no se
había hecho para mí, o yo no había nacido para el arte. Lo
único que buscaba en el teatro era a manera de la exposición
permanente y bien situada en un aparador aristocrático. Cuando la mujer
se resuelve a hacer de su belleza un negocio por acciones, el mercado mejor es
un teatro.
Los que nada conocen ni saben de los bastidores se figuran que
la puerta de ese jardín de las Hespérides está muy bien
guardada por dragones y endriagos fabulosos. En ese paraíso... de Mahoma,
por supuesto, al revés de todo otro paraíso, es libre la entrada
para los pecadores.
Yo, sin embargo, perdida como un átomo en la masa color
de rosa de los coros, vivía penosamente, codeada por la miseria y
víctima de las privaciones.