Mi belleza magnífica y extraordinaria para el pobre
iluminador, mi ex vecino, pasaba inadvertida en aquel teatro, como la pieza de
raso, azul o blanco, pasa también inadvertida en la gran tienda llena de
encajes, seda y telas de oro. La competencia era temible. Como la esposa de
Marlborough desde lo alto de su torre, yo esperaba no el regreso, sino la
aparición de alguna a quien no conocía aún.
Pero, ¡ay!, ningún príncipe ruso,
ningún lord inglés se puso a la vista en esa larga temporada. Yo
supongo que los príncipes rusos son unos entes imaginarios que
sólo han existido en el cerebro hueco de los novelistas. El dinero se iba
alejando de mí, como las golondrinas cuando llega el invierno y los
amigos cuando llega la pobreza.
Mi antigua protectora se acordó de mí. Me hizo
proposiciones ventajosas, y, seducida por sus grandes promesas, vine a
América, el país del oro. Los yanquis, que conocen admirablemente
todas las mercancías, con excepción de la mujer, me tomaron por
una verdadera parisiense. En Nueva York se cena.
Hay rostros colorados y sanguíneos que valen diez
millones y espantosas levitas abrochadas que encierran una fortuna en la
cartera. Yo no hablo inglés, pero ellos hablan oro. Para contestarles,
bastábame una palabra sola del vocabulario: Yes.
Los americanos son los únicos hombres que hablan en
plata.
La Habana es un país privilegiado. Hace mucho calor. Los
negros sirven para hacer resaltar la blancura hiperbórea de las
europeas.