A falta, pues, de otro entretenimiento, hablemos de mi vida.
Voy a satisfacer la curiosidad de usted, por no mirarle más tiempo de
puntillas, asomándose a la ventana de mi vida íntima. La mujer
que, como yo, tiene el cinismo de presentarse en el tablado con el traje
económico del Paraíso, puede perfectamente escribir sin
escrúpulos su biografía.
No sé en dónde nací. Presumo que mis
padres, un tanto cuanto flacos de memoria, no se acordaron más de
mí unas cuantas semanas después de mi nacimiento. Todos mis
recuerdos empiezan en el ahumado cubil que vio correr mis primeros años;
en compañía de una vieja, cascada y sesentona, que
desempeñaba oficios de acomodadora en un pequeño teatro
parisiense. ¿Por qué me había recogido aquella buena mujer?
Jamás pude saberlo, aunque sospecho que esta buena acción
había tenido poquísimo que ver con la caridad. Yo cuidaba de la
cocina y hacía invariablemente cuantos remiendos eran necesarios en el
deshilachado guardarropa de mi protectora. Algunos pellizcos y otros tantos
palmetazos eran la recompensa de mis afanes diarios. Comíamos mal y se
dormía peor, porque, si el espectáculo terminaba después de
media noche, yo esperaba puntualmente la vuelta de la acomodadora, tenía
en cambio que ponerme de pie en cuanto el alba rayaba, para aderezar, como Dios
me daba a entender, el pobre almuerzo y arreglar los vetustos menesteres de la
casa.