Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además,
no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan
desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el
seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo
sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué
desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no
le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha
y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa,
irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde
la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de
ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente,
contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su
hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera
también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha
dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar.
¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría
él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo
compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor
sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las
mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para
que viertan torrentes de lágrimas.