Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de
nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a
la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de
transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener
prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme,
infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y
trata de entablar con él conversación.
-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco:
no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus
tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la
gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se
yergue, agita el látigo.
-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo
amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir,
en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en
bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Suenan ronquidos.