-¡Ay, señores, señores! No se puede, en
absoluto, imputar a Jamelgo algún motivo oculto: todo eso se debe a que,
desde tiempo inmemorial ha sabido acostumbrarse a su destino. Y ahora, aunque
rompan en sus costillas un árbol entero, continuará vivo. Mirad,
yace al parecer sin aliento, pero bastará animarle con el látigo
para que vuelva a ponerse en pie y retorcer las patas. Cada uno hace el trabajo
que se le encarga. Calculad los innumerables lisiados de ésos que hay
esparcidos por los campos, y todos son iguales. Aunque dejéis lisiados a
cuantos queráis, no disminuirá su número. Ahora no existe
Jamelgo, pero dentro de un instante surgirá de nuevo de las
entrañas de la tierra.
Y como todas estas conversaciones no se han entablado a base de
un asunto serio, sino que provienen del tedio, los ociosos charlan y charlan
hasta que comienzan a lanzarse imprecaciones. Pero por suerte, en el momento
preciso y más oportuno, se despierta el mujik y resuelve todas las
disputas con las siguientes palabras:
-¡Venga, forzado, muévete!
Y todos los ociosos se sienten a un tiempo arrebatados de
entusiasmo.
-¡Fijaos, fijaos! -empiezan a gritar todos a una-.
¡Mirad cómo se pone en tensión, cómo se afianza en
las patas delanteras y arrastra por la tierra las traseras! ¡Al buen
artista, no hay obra que se le resista! ¡Aprieta, Jamelgo! ¡De
éste hay que aprender! ¡A éste hay que imitar! ¡Arre,
forzado, arre!