Dura es la vida de Jamelgo. Menos mal que le ha tocado un mujik
bueno, que no le maltrata en balde. Van los dos con el arado al campo, y Jamelgo
oye y comprende la conocida voz que le grita: ¡Arre, querido, aprieta!
Pone en tensión toda su mísera osamenta, se afianza en las patas
delanteras, arrastra por la tierra las traseras, dobla el cuello e hinca el
morro en el pecho. ¡Arre, forzado, tira! Y el mujik, en pos del arado,
empuja él mismo con el pecho, sus manos se aferran como tenazas a la
esteva y sus pies se hunden en los terrones, mientras los ojos siguen la marcha
de la reja, no vaya a ser que le haga una trastada y se salte algún
trozo. Ya han abierto un surco de un extremo a otro del terreno, y tiemblan los
dos: ¡ya está aquí la muerte! La muerte para ambos, para
Jamelgo y para el mujik. Cada día, la muerte.
Un polvoriento camino vecinal, senda de mujiks, corre como una
estrecha cinta de una aldea a otra; penetra veloz en un poblado, sale de pronto
de él y desaparece raudo sin que se sepa adónde va. Y a ambos
lados, en toda su longitud, le escoltan los campos. Campos infinitos cubren toda
la anchura y las lejanías; incluso allí donde se funden cielo y
tierra, los hay también. Dorados, verdeantes o pardos en su desnudez,
rodean la aldea como un anillo de hierro sin que haya otra salida que este
insondable abismo de los campos. Mirad, allá en la lejanía camina
un hombre: tal vez se le doblen las piernas, agotado de la apresurada marcha,
pero, desde lejos, parece que no se mueve del mismo sitio, que no puede vencer
la omnipotente inmensidad. Este punto minúsculo, casi imperceptible, no
se pierde en la hondura; únicamente se torna un poco borroso. Se va
borrando, borrando y, de pronto, desaparece, como si se lo hubiera tragado la
inmensidad.