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Nunca se acaba el campo, es infinito, ¡no hay manera de salir de él a parte alguna! Lo ha recorrido Jamelgo con el arado, a lo largo y a lo ancho, y no se le ve el fin. Desnudo, floreciente o inmóvil bajo el blanco sudario, se extiende dominante en profundidad y anchura, y no reta a la lucha contra él, sino que somete imperioso a su yugo. Es enigmático e imposible de domeñar ni de rendir: tan pronto parece que va a morir como renace con nuevos bríos. No se sabe qué es aquí la muerte y qué la vida. Pero tanto de la muerte como de la vida, Jamelgo es el primer y constante testigo. Para todos el campo es libre anchura, poesía, espacio sin barreras. Para Jamelgo, sólo esclavitud. El campo le oprime, succionándole las últimas fuerzas y, a pesar de ello, nunca se reconoce saciado. Camina Jamelgo de sol a sol; ante él, va oscilante la mancha negra, arrastrándole, arrastrándole siempre. Ahora también oscila ante la bestia, y Jamelgo, en su sopor, oye el grito: ¡Arre, querido! ¡Arre, forzado! ¡Arre!

Nunca se apagará el ígneo disco que, desde el orto hasta el ocaso, vierte a torrentes sobre Jamelgo sus cálidos rayos; nunca cesarán las lluvias, las tormentas, las ventiscas, las heladas... Para todos, la naturaleza es una madre; para él, solamente un azote y un suplicio. Todas las manifestaciones de su vida sólo le dan tortura; sus florescencias, pesares. No hay para él fragancia, ni armonía de sonidos, ni bella combinación de colores; no conoce más sensaciones que el dolor, el cansancio y la desdicha. Aunque el sol inunde la naturaleza de luz y de calor, aunque sus rayos inviten a la vida y al regocijo, el pobre Jamelgo sabe de él únicamente que es una calamidad más de las innumerables que forman el tejido de suexistencia.

 
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