A través de los siglos, la ingente masa de los campos
permanece estática, inmóvil, amenazadora, como custodiando a una
fuerza legendaria que mantiene cautiva. ¿Quién liberará a
esta fuerza de su cautiverio? ¿Quién la volverá al mundo de
los vivos? A dos seres les ha correspondido en suerte realizar la empresa: al
mujik y a Jamelgo. Y ambos, desde su nacimiento hasta el sepulcro, se debaten en
este empeño; aunque sudan sangre, el campo no ha entregado hasta el
presente su fuerza legendaria, una fuerza que libere al mujik de sus cadenas y
le cure a Jamelgo las ulceradas paletillas.
Yace Jamelgo en tierra, a pleno sol; en derredor no hay ni un
arbolillo; el aire están tan caldeado, que seca las fauces e impide
respirar. De tarde en tarde, corre por el camino vecinal un remolino de polvo,
pero el viento que lo levanta no trae frescor, sino nuevas oleadas de bochorno.
Moscardones y moscas, enfurecidos, se abaten sobre Jamelgo, se le meten en las
orejas y en los ollares, se incrustan en sus mataduras, y el animal, al sentir
los pinchazos, se limita a sacudir maquinalmente las orejas. ¿Dormita
Jamelgo o se muere? Es imposible discernirlo. Ni siquiera puede quejarse de
cuanto arde en sus entrañas a causa del calor y la tensión de la
sangre. Que incluso este consuelo niega Dios a los animales privados del don. de
la palabra.
Dormita Jamelgo, y en la torturante agonía que
substituye a su descanso, no tiene ensueños; sólo ve una espesa
niebla absurda, deprimente. Una niebla en la que no hay imágenes y ni
siquiera monstruos fantásticos, sino únicamente inmensas manchas,
unas veces negras, otras color de fuego, que permanecen quietas o avanzan lentas
en unión del extenuado Jamelgo, delante, arrastrándole consigo,
más y más lejos, a la insondable hondura.