Jamelgo. Toda una masa vive en él, una masa que nunca
muere, que es imposible de desmembrar y exterminar. La vida no tiene fin.
Sólo esto está claro para esa masa. Pero, ¿qué es la
vida misma? ¿Por qué ha atado a Jamelgo con los lazos de la
inmortalidad? ¿De dónde viene y adónde va? Seguramente, el
futuro responderá algún día a estas preguntas... Aunque
puede ser que permanezca tan mudo e insensible como la oscura sima del pasado
que pobló el mundo de espectros y los entregó a los vivos como
víctimas.
Dormita Jamelgo, y frente a él pasan los ociosos. Nadie
diría, a primera vista, que Ocioso y Jamelgo son hijos del mismo padre.
Sin embargo, la leyenda de este parentesco no se ha olvidado aún por
entero.
Vivió una vez un viejo caballo que tuvo dos hijos:
Jamelgo y Ocioso. Ocioso era bien educado y sensitivo. Jamelgo, tosco e
insensible. Mucho tiempo soportó el viejo la rudeza de Jamelgo, mucho
tiempo trató a ambos hijos por igual, como corresponde a un buen padre,
pero al fin se enfadó y dijo: "Esta es mi voluntad por los siglos de
los siglos: para Jamelgo, paja; para Ocioso, avena". Y así
ocurrió desde entonces. A Ocioso lo instalaron en una cuadra calentita,
le hicieron un mullido lecho de paja, le daban de beber aguamiel, le llenaban el
pesebre de mijo; en cuanto a Jamelgo, le metieron en un establo y le echaron una
brazada de paja podrida, diciéndole: "¡Toma, Jamelgo,
entretén los dientes! Y si tienes sed, bebe de ese charco".