¡El trabajo no tiene fin! Toda la razón de la
existencia de Jamelgo se reduce a él; para él ha sido engendrado,
para él ha nacido, y fuera de él no sólo es un ser
inútil para todos, sino que -como dicen los dueños de hacienda
calculadores -constituye una pérdida. Todas las condiciones de vida que
se le dan tienden únicamente a impedir que se extinga esa fuerza muscular
que le hace capaz para el trabajo físico. Y el pienso y el descanso se le
proporcionan en la cantidad indispensable para que pueda cumplir su
misión. Luego, que el campo y los elementos le dejen lisiado; a nadie le
importa cuántas nuevas mataduras han aparecido en sus patas, en sus
paletillas y en su espinazo. No es preciso darle bienestar, sino una vida que le
permita soportar el yugo del trabajo. ¿Cuántos siglos lleva uncido
a este yugo? No lo sabe. ¿Cuántas centurias continuará
sujeto a él? No se para a calcularlas. Vive como sumido en un oscuro
abismo y, de todas las sensaciones que pueda percibir un organismo vivo,
sólo conoce el dolor sordo, permanente, que da el trabajo.
La propia vida de Jamelgo está marcada con el estigma de
la eternidad. No vive, pero tampoco muere. El campo, como un cefalópodo,
le ha atenazado con sus innúmeros tentáculos y no le suelta de la
correspondiente franja de terreno. Cualesquiera que sean los rasgos exteriores
que le haya deparado la suerte para diferenciarlo, siempre será lo mismo:
una bestia tundida a palos, extenuada, medio muerta. A semejanza del campo que
riega con su sangre, Jamelgo no cuenta los días, ni los años, ni
los siglos, sólo conoce la eternidad. Va y viene por todo el campo, y
aquí y allí arrastra igualmente su mísera osamenta, y en
todas partes sigue siendo el mismo de siempre, el innominado.