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El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber, de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuantiosas dádivas y estrechó el asedio ayudado por la parentela entusiástica. Entonces, Alicia, buscando la liberación, se lanzó a mis brazos.

Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo, quería casarse con ella.

¡Déjame! -repitió, arrojándose del caballo- ¡De ti no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un alma caritativa! ¡infame!, nada quiero de ti.

Yo, que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano convulsa arrancaba puñados de yerba...

-Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca.

-¡Nunca!

Y volvió los ojos a otra parte.

Quejóse luego de descaro con que la engañaba:

-¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es ahora, ¿qué será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás, y contigo, ni al cielo¡

Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole sus celos con un abrazo de despedida. ¿Si quería que la abandonara, tenía yo la culpa?

Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación, vimos descender por la pendiente un hombre que galopába en dirección a nosotros. Alicia, conturbada, se agarró de mi brazo.

El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo en la mano.

-Caballero, permítame una palabra.

-¿Yo? -repuse con voz enérgica.

-Sí, su mercé. -Y terciándose la ruana me alargó un papel enrollado- Es que lo manda notificar mi padrino.

-¿Quién es su padrino?

-Mi padrino, el alcalde.

-Esto no es para mí -dije, devolviendo el papel, sin haberlo leído.

-¿No son, pues, sus mercedes, los que estuvieron en el trapiche?

-Absolutamente. Voy de intendente a Villavicencio, y esta señora es mi esposa.

Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso.

-Yo creí -balbuceó- que eran sus mercedes los acuñadores de monedas. De la ramada estuvieron mandando razón al pueblo para que la autoridad los apañara, pero mi padrino estaba en el campo, pues sólo abre la alcaldía los días de mercado. Recibió también varios telegramas, y como ahora soy comisario...

 
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La vorágine de José Eustasio Rivera   La vorágine
de José Eustasio Rivera

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