-¿Poeta, qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás, y en Casanare se le muere! Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo de¡ delito para mí, para mí! ¡Déjemela, para mí!
Antes que terminara, con esguince colérico le zafé a Alicia uno de sus zapatos, y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza. El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de arroz que ocupaban el ángulo de la sala.
Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo y yo huimos en busca de las llanuras intérminas.
-Aquí está el café -dijo don Rafo, parándose delante del mosquitero- Despabílense, niños, que estamos en Casanare.
Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio.
-¿Ya quiere salir el sol?
-Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando a la loma. -Y nos señaló don Rafo la cordillera, diciendo-: Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo quedan llanos, llanos y llanos.
Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a pajonal fresco, a tierra removida, a leños recién cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los moriches. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la vida y de la creación.