Sin dar tiempo a más aclaraciones, le ordené que acercara el caballo de la señora. Alicia, para ocultar la palidez, velóse el rostro con la gasa de¡ sombrero. El importuno nos veía partir sin pronunciar palabra. Mas de repente montó en su yegua, y acomodándose en la enjalma que le servía de montura, nos flanqueó sonriendo:
-Su mercé, firme la notificación para que mi padrino vea que cumplí. Firme como intendente.
-¿Tiene usted una pluma?
-No, pero adelante la conseguimos. Es que, de lo contrario, el alcalde me archiva.
-¿Cómo así? -respondíle sin detenerme.
-Ojalá su mercé me ayude, si es cierto que va de empleado. Tengo el inconveniente de que me achacan el robo de una novilla y me trajeron preso, pero mi padrino me dio el pueblo por cárcel; y luego, a falta de comisario, me hizo el honor a mí. Yo me llamo Pepe Morillo Nieto, y por mal nombre me dicen Pipa.
El cuatrero, locuaz, caminaba a mi diestra relatando sus padecimientos. Pidióme la maleta de la ropa, y la atravesó en la enjalma, sobre sus muslos, cuidando de que no se cayera.
-No tengo -dijo- con qué comprar una ruana decente, y la situación me ha reducido a vivir descalzo. Aquí donde sus mercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo saqué de Casanaré.
Alicia, al oír esto, volvió hacia el hombre los ojos asustadizos.
-¿Ha vivido usted en Casanare? -le preguntó.
-Sí, su mercé, y conozco el llano y las caucherías del Amazonas. Mucho tigre y mucha culebra he matado con la ayuda de Dios.
A la sazón encontrábamos arrieros que conducían sus recuas. El Pipa les suplicaba:
-Háganme el bien y me prestan un lápiz para una firmita.
-No "cargarnos" eso.
-Cuidado con hablarme de Casanare en presencia de la señora -le dije en voz baja- Siga usted conmigo, y en la primera oportunidad me da a solas los informes que puedan ser útiles al intendente.
El dichoso Pepe habló cuanto pudo, derrochando hipérboles. Pernoctó con nosotros en las cercanías de Villavicencio, convertido en paje de Alicia, a quien distraía con su verba. Y esa noche se picureó, robándose mi caballo ensillado.
Mientras mi mentoria se empañaba con estos recuerdos, una claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello.
Entre tanto continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que fluía de las constelaciones cercanas.