De las escuelas filosóficas de la antigüedad,
ninguna se acomodaba mejor al espíritu de Lucrecio, ó débil
por la lucha, ó desesperanzado del triunfo, ó vencido por grandes
desventuras que el espicurismo, doctrina triste y severa que preceptuaba la
indiferencia para todas las agitaciones mundanas, asilo para las almas
tímidas, prudentes ó desalentadas a las que ofrecía como
remedio a sus pasiones y temores el quietismo y la vida contemplativa de la
naturaleza.
Esta tranquilidad, no exenta de egoísmo, la enaltece
Lucrecio en los siguientes versos:
Pero nada hay más grato que ser dueño
De los templos excelsos, guarnecidos
Por el sabor tranquilo de los sabios,
Desde do pueda distinguir a otros
Y ver cómo confusos se extravían
Y buscan el camino de la vida
Vagabundos, debaten por nobleza,
Se disputan la palma del ingenio,
Y de noche y de día no sosiegan
Por oro amontonar y ser tiranos.