El domingo 14 de Abril entré en Veracruz.
Un automóvil con chofer me guió hasta la calle que sube bordeando
la loma. A medio subir le pedí al conductor que se quedara en el auto y me
dejara de a pie: terminaría de andar solo. Encontré la casa blanca, antigua,
imponente, algo venida a menos, dominando desde lo alto el paisaje.
Nadie salió a recibirme, y al mirar hacia adentro encontré a
Joaquín en su escritorio, rodeado de libros, cuadros y papeles. Me espiaba por
encima de sus anteojos, la sonrisa enorme, después el abrazo cálido. Estaba
igual que siempre.
Hablamos largas horas de nuestras cosas, y volvieron -tantos años
después- a sorprenderme su simpatía, su sencillez, su inteligencia. Esa risa de
niño.
Me dejó perplejo su soledad. Volvimos a discutir, a beber, nos
emocionamos con los recuerdos de años tan felices.
Al caer la tarde me invitó a quedarme en su casa, supe en seguida
que no era necesario. Nos dimos el gran abrazo que nos debíamos, y me marché,
bajando la calle hacia el pueblo.
Al llegar al pie de la lomada, me esperaba el chofer, un mexicano
oscuro y pequeño de antepasados indudables.
¿Dónde están velando a don Joaquín Paredes? -le pregunté-. En la
biblioteca municipal, señor -me respondió.
Allá fuimos.
Yo pagué el aguardiente, y obligué a que fueran seis las rondas:
todos supieron aceptar que no es razonable la pretensión de comprender la
muerte.
Quienes rodeaban a Joaquín recordaron conmigo a Moctezuma y a
Cuauhtémoc, a los chamanes de Tukano, Emberá y Santa Marta.