Cuando Joaquín se me acercó y me dijo al oído, tratando de no
interrumpir: "oye, está peleando Cassius Clay y nuestro común amigo tiene un
aparato de TV en el escritorio?. ¿quieres que te enseñe algo de boxeo?" supe que
seríamos amigos para toda la vida.
Y lo fuimos.
Joaquín me enseñó todo lo que sé de México, de las tradiciones
indígenas, de los rituales que él decidía aceptar y respetar como si realmente
creyera en ellos.
Me abrió su casa en Polanco y en ella nos quedamos innumerables
noches hasta el amanecer, bebiendo tequila y discutiendo sobre filosofía, arte,
literatura, y sobre sus obsesiones: la tradición Chamánica, el animismo, los
rituales indígenas relacionados con la muerte y la reencarnación.
"Todas las religiones existen para digerir la idea del final de la
vida" me susurraba, "el catolicismo es la más pueril y precaria de todas en ese
aspecto, hay más de cien formas posibles de salvar el alma en las religiones
precolombinas, todas ellas mucho más sutiles e iluminadas que la que tú con tu
Dios has escogido".
De poco servía en esos casos mi insistencia en que el catolicismo
que yo argumentaba era tibio, dubitativo, y meramente social. Joaquín ni me daba
la oportunidad de defenderme y se apasionaba con sus narraciones y sus recuerdos
de la infancia en Veracruz, las tradiciones recogidas en sus calles y a través
de sus abuelos.
Nos acostumbramos a compartir todo (en realidad fue su
desprendimiento sin límites lo que me indujo a actuar así: yo era porteño) y mi
cómoda situación de rentista sin muchos gastos me permitía de vez en cuando
compensar sus gestos permanentes de generosidad hacia mí.
Me hizo probar los tragos y los platos inevitables, recorrer
México de arriba abajo, visitar el misterio de los frescos de Teotihuacan,
el templo de Xochicalco, los murales de Bonapak.