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Joaquín Paredes y yo nos hicimos grandes amigos a los pocos minutos de conocernos.

Fue en lo de Augusto Salazar Nebia, quien era entonces cónsul argentino en México, tal vez el más recordado de los que hubo por allí en todos esos años, por su buen ánimo, pareja ignorancia, y don de gentes.

Yo estaba exiliado por problemas mucho más de orden comercial que político: en Buenos Aires no me llevaba bien con tres o cuatro directores de editoriales y periódicos, y como eso era todo lo que había en aquella época, me resultaba difícil publicar. En consecuencia, no podía llamarme escritor, y entonces no me invitaban a mesas redondas, ni a certámenes literarios para hacer las veces de jurado, ni daba charlas en las universidades.

Lo más grave: no iba a los vernissage en la casa de Laura Guido, ni estaba en la lista de invitados a las fiestas que organizaba Leopoldo Salas. No figuraba, simplemente, y las exageradas severidades del régimen militar de turno fueron la excusa ideal para irme a vivir a México.

A poco de llegar lo conocí a Paredes. Yo había ya conseguido arrendar un pequeño departamento con vista al parque en Chapultepec, en el Distrito Federal, y me había asegurado con el Banco Nacional el puntual cobro de mis rentas por las dos casas en Buenos Aires. Estaba de buen ánimo y en México me habían recibido como a un escritor en el exilio.

Augusto había invitado a todo el grupo de artistas e intelectuales (habitué del Taller Poético, la cita obligada por entonces) a su casa en Mazatlán, frente al mar, y allí nos conocimos con Joaquín. Me impresionaron inmediatamente su arrolladora simpatía, su inteligencia y sencillez, sus comentarios sintéticos, mordaces, su manera de reírse de los demás sin ofender a nadie.

?Primero que nada me río de mi mismo, pero con todo y sin pena? ?nos decía siempre.

A poco de comenzar la velada en lo de Augusto se debatía acaloradamente la ruptura de la corriente universalista de Torres Bidet, y la posible visita de Picasso a México. Habíamos estado en la sala principal de la casa y aprovechando la espléndida noche todos nos habíamos trasladado a la terraza que daba a la playa.

 
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