Me indicó las mujeres que valían la pena y las que no (maestro en
esto, sabía las artes de todas y cada una). Cuando por razones que es mejor no
reavivar despuntó una leve corriente "anti-argentina" en los ambientes
intelectuales que frecuentábamos, me protegió como a su hermano, me cuidó como
no he cuidado a nadie. Y -lo que es más notable- lo hizo sin enfrentarse a los
demás, sin ahondar conflictos, con gracia y buen gusto, aunque
implacablemente.
Siempre recordábamos aquella pelea de Clay, y su célebre sentencia
en mi oído: "luego del fallo, volveremos a la discusión en la terraza y verás
que no hemos perdido nada".
Nos gastábamos las horas en disputas literarias. Yo disfrutaba a
Camus, a Hamsun, el estilo seco y despojado, la aridez. Joaquín me decía que
eran bosquejos, simplemente "pre-literatura". Por el contrario, le criticaba su
pluma rimbombante, sus trazos sensibleros y populistas, sus adjetivos
limítrofes. Para él, yo simplemente no entendía a la gente común.
Debatíamos incansablemente la muerte, su tema predilecto.
Los toltecas y los chontales velaban a sus muertos durante seis
días con sus noches. Cada noche, se invitaba una ronda con litros de
aguardiente. "Si a la sexta ronda el muerto no despertaba, lo enterraban con sus
pertenencias más amadas. al despedirse le pedían que protegiera a la familia de
las enfermedades".
Joaquín me lo contaba y parecía creerlo.
En una oportunidad fui duro con él. Estábamos escuchando al
cellista Juan Iturbe en lo de Alejandro Paredes, su hermano.
En medio de una nueva discusión sobre estilos le argumenté agriamente, usando
como prueba de mis postulados, su imposibilidad de concluir producción alguna,
de escribir un libro hasta el final.
Joaquín me miró tristemente a los ojos y optó por lo más duro: me
dio la razón.