-¡Alto, Quackenboss!- grité,
esforzando la voz cuanto me fue posible. -¡No dispares! Esperaremos
que venga alguien.
Y, al mismo tiempo, agarré el brazo a mis dos
compañeros, obligándoles a retroceder.
Ya fuese porque el soldado conociera mi voz, o porque el
rápido resplandor de los relámpagos le hubiera permitido
distinguir mis facciones, lo cierto fue que bajó el arma antes que la
obscuridad reinara de nuevo lo cual me tranquilizó bastante; pero
siguió negándose obstinadamente a dejarnos pasar.
Era inútil perder el tiempo en discusiones con aquel
bárbaro, por lo cual, apacigüé a mis compañeros y
aguardé tranquilo a que la casualidad condujera a aquel sitio a alguno de
los individuos de la guardia.
Por fortuna, uno de los soldados, que iría a tomar el
aguardiente, apareció en dirección de la plaza del pueblo.
Quackenboss accedió a llamarlo, e hice que mi hombre mandara venir al
cabo de guardia. Este no tardó en presentarse, poniendo término a
aquella situación, y, al fin, entramos en la plaza del pueblo sin otro
obstáculo. Al pasar junto al impertérrito centinela, oí que
Rube decíale a media voz:
-¡Maldita sea tu estampa! Si te atrapara en la
pradera, no lo pasarías muy bien.