Apresuramos la marcha y a los pocos minutos llegamos a las
afueras del pueblo, donde creíamos poder guarecernos enseguida; pero el
grito imperioso de un centinela nos detuvo:
?¿Quién vive?
?Amigos? respondí. ?Somos nosotros,
Quackenboss.
Había conocido la voz del soldado aficionado a la
botánica, y, al fulgor de un relámpago, lo vi de pie contra el
tronco de un árbol.
?¡Alto! ¡Venga el santo y seña!?
nos respondió con acento firme y decidido.
Como yo, al salir del pueblo, no me acordé para nada del
santo y seña, empecé a temer un percance. Con todo, quise poner a
prueba al centinela.
?No hemos tomado el santo y seña?
contesté; pero soy yo, Quackenboss, soy...? y me nombré.
?Eso no me importa? me respondió con cierto
desapego;? no se pasa sin dar el santo y seña.
?Pero, majadero, si es tu capitán?
gritó Rube con manifiesto mal humor.
?Será posible? replicó el
imperturbable centinela; ?pero yo tengo mi consigna.