-Creo que conozco el camino sin necesidad de las huellas
de la carreta: veo aquí indicios más seguros.
-¿Qué indicios son ésos?- le
pregunté.
-El agua- replicó. -¿No oye
usted?
Apliqué el oído y, en efecto, percibí con
claridad el rumor de un arroyo que bajaba por un cauce pendiente y
pedregoso.
-Sí, oigo; pero, ¿cómo puede el agua
servirle de guía?
-Va usted a verlo. Ese es un riachuelo formado por la
lluvia; siguiendo su curso descendente, llegaremos al punto de desagüe. Una
vez allí, respondo de que no tardaremos en encontrar nuestro camino.
Pero, ¡qué condenada lluvia! Estoy calado hasta los huesos.
El riachuelo seguía la misma dirección que
llevábamos; poco después, salió bruscamente de entre la
maleza, atravesó el sendero y alejóse de él formando de
pronto un ángulo agudo. Al cruzar aquel torrente, advertimos que su curso
seguía en general la misma dirección que nuestro camino, y que nos
conduciría con toda seguridad al río. Así sucedió,
pues poco después salimos del bosque y encontramos la carretera que
terminaba en la ranchería.