No vi senda ni vereda alguna. Si hubiese dejado que mi caballo
se guiase por su instinto, hubiera seguido probablemente el buen camino; pero,
acaso en mi ensimismamiento, tiré de las riendas a uno u otro lado, y lo
aparté de la dirección verdadera. Ello fue que al cabo de
algún tiempo, encontréme en medio de un espeso bosque, sin el
menor rastro que me sirviera de guía.
No queriendo perder tiempo en reflexiones inútiles, me
dirigí al lado opuesto, y recorrí cierto espacio sin encontrar el
menor sendero, lo que me llenó de incertidumbre, y me obligó a
retroceder de nuevo, pero infructuosamente también. Me encontraba en una
llanura poblada de árboles, de la que no sabía cómo ni por
dónde salir. Estaba perdido.
Si la noche no hubiera estado tan próxima, aquel
incidente no me habría importado mucho, pero ya se había puesto el
sol, y reinaba la obscuridad entre los árboles. De allí a pocos
minutos la noche habría cerrado por completo y, según toda
probabilidad me vería obligado a pernoctar en el bosque. Quedábame
el recurso de distraerme reflexionando en los sucesos de aquel día;
podía entregarme a ensueños de color de rosa; pero,
desgraciadamente, el alma ha de doblegarse irremisiblemente al cuerpo, y hasta
el amor sucumbe ante el aguijón del vulgar apetito.
La noche, pues, iba a ser penosa para mí. El hambre no
me permitía entregarme a mis amorosos pensamientos; ni el frío me
dejaría dormir ni soñar; además, las gruesas y pesadas
gotas que se desprendían de las nubes me calarían hasta los
huesos.