I
PERDIDO EN EL BOSQUE
La declaración de amor que había hecho a Isolina
de Vargas, y la que la encantadora joven me hizo de sus sentimientos,
había producido a nuestros corazones una emoción dulcísima
e intensa, de la que tardamos en reponernos algunos minutos.
Cuando los latidos de nuestros corazones se normalizaron,
advertimos que era una imprudencia permanecer en aquel claro del bosque y, para
evitar que nos sorprendieran, resolvimos separarnos, después de convenir
en vernos al día siguiente en el mismo sitio.
-¡Hasta mañana!- dijo Isolina con una
voz que resonó en mis oídos más dulcemente que la
más deliciosa melodía, y partió dejándome en la
apacible quietud de quien realizados los más fervientes deseos de su
espíritu.
Cuanto me rodeaba parecíame de color de rosa. Las flores
eran más frescas y más gratos sus perfumes; el zumbido de las
abejas, acudiendo presurosas en pos de su reina, difundía en el aire
cierto susurro agradable; la voz de las avecillas antojábaseme más
armónica; los aras y las palomitas mejicanas saltaban de rama en rama con
mayor júbilo y alborozo.
Hubiera sido capaz de permanecer en aquel sitio hasta el
día siguiente; pero el deber me llamaba a otra parte, y su mandato era
imperioso para mí. El sol, próximo a desaparecer en el ocaso,
lanzaba ya oblicuamente sus rayos purpúreos por la pradera, cuando
espoleé mi cabalgadura y penetré nuevamente entre el
sombrío follaje de las mimosas. Completamente absorto en mi felicidad, en
nada más pensaba.