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El medio natural le fue propicio, prodigando a su
observación tesoros fósiles casi ignorados hasta entonces. El
ambiente científico local le fue adverso, no encontrando esa
legión de cooperadores que en Europa duplican la actividad individual de
un gran sabio. Tuvo un solo colaborador, de extraordinaria eficacia, su hermano
Carlos, compañero de trabajo durante varios lustros; sin él,
absolutamente, sin él no se explicaría el caso de Ameghino; si
éste trabajó como cinco, sería injusto olvidar que entre
ambos lo hicieron como diez. Por eso sus personalidades parecen identificadas en
una sola; al hablar de Ameghino, involuntariamente, pensamos en ambos y nos
referimos a los dos.
Ameghino fue "un genio en función del medio".
Viviendo en Luján, en un territorio sembrado de fósiles, era
natural que se aplicara a estudiarlos. Persistía en ese pueblo el
recuerdo de un médico y naturalista, Francisco Javier Muñiz, que
se había preocupado de la misteriosa fauna extinguida. Cuando Ameghino
vino a Buenos Aires, para graduarse de maestrescuela, halló quien le
enseñara el camino del Museo de Historia Natural. A los veinte
años había leído a Darwin y Lyell, sus grandes maestros de
transformismo, y había conocido al naturalista Burmeister. Su carrera
científica fue una convergencia de aptitudes extraordinarias y de
circunstancias favorables que enfocaron su vida hacia el despertamiento de
inmensas faunas paleontológicas que desde infinitos siglos dormían
bajo sus pies.
Su capacidad de trabajo sólo fue igualada por su riqueza
imaginativa: condición simultánea de sus mejores videncias y de
sus posibles errores. Sin ella habría sido un óptimo
coleccionista; nunca, un sabio genial. Esa imaginación poderosa le
permitió suplir las originarias deficiencias de su cultura en tan
diversas especialidades y volar de hipótesis en hipótesis, sin
detenerse mucho en rectificaciones de detalle que le habrían
esterilizado: tantos fueron los hechos nuevos sometidos a su examen que no
habrían bastado para ello los pocos años de una vida humana.