Algunos autores aseguran que, poco tiempo antes de la victoria del cristianismo, una voz misteriosa corría por las riberas del mar Egeo, diciendo: "El gran Pan ha muerto".
Había terminado el antiguo dios universal de la naturaleza Gran alegría. Se supuso que, al morir la naturaleza, iba a morir la tentación. Agitada durante tanto tiempo por el huracán, el alma humana va a descansar finalmente.
¿Se trataba simplemente del fin del culto antiguo, de su derrota, del eclipse de las antiguas formas religiosas? En modo alguno. Al consultar los primeros monumentos cristianos, encontramos a cada línea la esperanza de que desaparezca la naturaleza, se apague la vida, se llegue al fin del mundo. Es el final de los dioses de la vida, que por tanto tiempo han prolongado la ilusión. Todo cae, se desmorona, se hunde. El todo se convierte en nada: "El gran Pan ha muerto".
No era novedad que los dioses tenían que morir. Numerosos cultos antiguos se fundan, precisamente, en la idea de la muerte de los dioses. Osiris muere, Adonis muere, para resucitar, es verdad. En el teatro mismo, Esquilo lo denuncia expresamente por boca de Prometen, en dramas que se representan durante las fiestas de los dioses: algún día los dioses debían morir. Pero, ¿cómo? Vencidos y sometidos a los Titanes, a las potencias antiguas de la Naturaleza.
Aquí se trata de otra cosa. Los primeros cristianos, en conjunto y en detalle, en el pasado y en el porvenir, maldicen la Naturaleza misma. La condenan por entero, y hasta llegan a ver el mal encarnado, el demonio, en una flor. Que vengan pues, cuanto antes mejor, los ángeles que antes diezmaron las ciudades del mar Muerto. Que te lleven, que doblen como un velo la vana figura del mundo, que libren por fin a los santos de esta larga tentación.
El Evangelio dice: "Se acerca el día". Los Padres dicen: "Muy pronto". El desmoronamiento del Imperio y la invasión de los bárbaros llena de esperanzas a San Agustín: pronto no subsistirá más ciudad que la Ciudad de Dios.
Pero, ¡cuán duro es este mundo para morir! ¡Cómo se obstina en vivir! Pide, como Ezequías, un aplazo, una vuelta de cuadrante. Bueno, que sea, hasta el año Mil. Pero después... ni un día más.
¿Es cierto, como se ha repetido tantas veces, que los antiguos dioses se eliminaron ellos mismos, aburridos, cansados de vivir? ¿Es verdad que, descorazonados, hayan dado casi su dimisión? ¿Es cierto que al cristianismo le bastó con soplar sobre estas vanas sombras?
Se exhiben estos dioses en Roma, se los muestra en el Capitolio, donde sólo han sido admitidos tras una muerte previa, quiero decir, abdicando lo que tenían de savia local, renegando de su patria, dejando de ser los genios representantes de las naciones. Es verdad que, para recibirlos, Roma había practicado una severa operación sobre ellos: los había enervado, empalidecido. Estos grandes dioses centralizados se habían convertido, en su vida oficial, en tristes funcionarios del Imperio Romano. Pero esta aristocracia del Olimpo, en su decadencia, no arrastró consigo a la multitud de dioses indígenas, el populacho de dioses instaurados aun en la inmensidad de las campiñas, los bosques, los montes, las fuentes, confundidos íntimamente con la vida de la comarca.
Estos dioses alojados en el corazón de los robles, en las aguas movedizas y profundas, no podían ser expulsados.
Y ¿quién dijo esto? La Iglesia. La Iglesia se contradice bru-talmente. Después de proclamar su muerte, se indigna de que estén vivos. Siglo tras siglo, a través de la amenazadora voz de los concilios los conmina a morir... ¿Cómo... entonces están vivos?