No somos nosotros solamente, ¡ay!, es toda la naturaleza que se vuelve demoníaca. Si el diablo está en una flor, ¡cuánto más estará en el sombrío bosque! La luz, que se creía tan pura, está llena de hijos de la noche. El cielo repleto de infierno. . . ¡qué blasfemia! ¿Qué se ha hecho de la divina estrella de la mañana, cuyo centelleo sublime más de una vez aclaró a Sócrates, a Arquímedes o a Platón? . . . Es un diablo: el gran diablo Lucifer.
Por la noche se transforma en el diablo Venus, que me induce a tentación con sus muelles y suaves claridades.
No me sorprende que esta sociedad se haya vuelto terrible y furiosa. Indignada de sentirse tan débil contra los demonios, los persigue por todas partes en los templos, al principio en los al-tares del antiguo culto, después en los mártires paganos. Basta de festines: pueden ser reuniones idólatras. Hasta la misma familia es sospechosa, pues la costumbre podía reunirla en torno de los antiguos lugares. Y ¿por qué una familia? El Imperio es un imperio de monjes.
Pero el individuo solo, el hombre mudo y aislado, mira todavía el cielo y en los astros encuentra y honra a sus antiguos dioses. "Es esto lo que trae las hambres -dice el emperador Teodosio-y todos los flagelos del imperio". Terribles palabras que lanza sobre el pagano inofensivo la ciega cólera popular. La ley desencadena ciegamente todos los furores contra la ley.
Dioses antiguos, entrad al sepulcro. Dioses del amor, de la vida, de la luz, ¡apagaos! Poneos el capuchón de monjes. Vírgenes: sed religiosas. Esposas: abandonad a vuestros esposos; o, si conserváis la casa, sed para ellos como frías hermanas.
¿Es posible todo esto? ¿Quién tendrá el aliento bastante fuerte para apagar de un solo soplo la lámpara ardiente de Dios? Esta tentativa temeraria de piedad impía podrá hacer milagros extraños, monstruosos... ¡Temblad, culpables!
Muchas veces, en la Edad Media, volverá a presentarse la sombría historia de la novia de Corinto. Contada muy temprano por Flemón, el liberto de Adriano, volvemos a encontrarla en el siglo XII, otra vez en el XVI, como el reproche profundo, el in-domable reclamo de la naturaleza.
"Un joven de Atenas va a Corinto, a visitar a quien le ha pro-metida su hija. El joven ha seguido siendo pagano e ignora que la familia en la cual cree entrar se ha hecho cristiana. Llega tarde. Todos están acostados, menos la madre, que le sirve la comida de la hospitalidad y lo deja dormir. El joven está muerto de fatiga. Apenas empieza a dormitar cuando una figura entra al cuarto. Es una muchacha vestida, velada de blanco; lleva en la frente una banda negra y dorada. Lo ve. Sorprendida, levanta su blanca mano:
"-¿Soy ya tan desconocida en esta casa?. . . ¡Ay, pobre reclusa!. . . Tengo vergüenza y me voy. Descansa.
"-Quédate, hermosa, aquí están Ceres, Baco y, contigo, el Amor. ¡No tengas miedo, no estés tan pálida!
"-Oh, aléjate, joven. Ya no pertenezco a la dicha. Por un voto de mi madre enferma, la juventud y la vida están ligadas para siempre. Los dioses han huido. Y los únicos sacrificios se hacen con víctimas humanas.
"-Y ¿qué? ¿Acaso serías tú una de esas víctimas? ¿Tú, mi querida novia, que me fue prometida desde la infancia? El compromiso de nuestros padres nos ligó para siempre bajo la bendición del cielo. ¡Virgen: debes ser mía!
"-No, amigo, yo no! Te darán mi hermana menor. Si lloro en mi fría cárcel, tú, entre los brazos de ella, piensa en mi, en mí, que me consumo y no pienso más que en ti, en mí, a quien la tierra va a cubrir.
"-No: reconozco esta llama: es la llama del himeneo. Vendrás conmigo a casa de mi padre. Quédate, amada.