¿Es bueno, moralmente hablando, una sociedad como la nuestra, que
de manera consciente permite la discriminación y la exclusión de gran parte de
su ciudadanía?
Estamos inmersos en una sociedad enferma dotada de una ausencia
casi total de lo más genuino y hermoso de los seres humanos: el amor. Lo que
razonamos como amor no tiene nada que ver con un mero concepto poético,
religioso o filosófico en que a veces se envuelve el mismo. La concepción de
amor a la que nos referimos está relacionada hacia el respeto a las personas
como legítimas personas en su diferencia, independientemente del género, de la
etnia, religión o procedencia. Únicamente en la aceptación y el reconocimiento
de las personas como tales se afinca el sentido de lo humano; una sociedad de
todos y para todos, pero con todos. Una sociedad sin
exclusiones.
En ese sentido el verdadero compromiso con los Derechos Humanos se
basa en la creencia de que podemos cambiar el mundo y, en nosotros surge
descubrir formas y procedimientos para que estas mudanzas se produzcan.
Partimos para ello de una premisa simple pero no por ello carente
de fuerza y se traduce en que la figura de la discriminación entre personas por
las razones que sean, no es algo natural sino que se trata de una construcción
eminentemente cultural.