Pronto la situación comenzó a ser más incómoda. Era explícito
que convocaba la atención de todos los hombres, que sus miradas expresaban un
deseo intenso y cargado, y -lo que más me atemorizaba- también las niñas eran
observadas. Por supuesto, Carlos percibía todo lo que pasaba y lo vivía con una
nerviosa impotencia. Así decidimos que nuestra salida de compras fuera más breve
de lo previsto y volver a casa cuanto antes. Apenas traspasamos la línea de
cajas estrené el velo negro que había comprado. Era una bellísima seda negra
espesa, en forma de capa y con todo su contorno bordado en hilo dorado; pero, a
pesar de que llegaba a cubrirme los tobillos, las miradas no cesaron.
La sensación de ser mirada sería después habitual, propia de
transitar por las calles. Era muy incómodo. Las miradas sobre mi cuerpo las
sentía violatorias; por cierto, no sólo sobre el mío, sino sobre todo cuerpo
femenino que se atreviera a llevar su rostro descubierto. Los cuerpos femeninos
éramos objetos de deseo, y en tanto objeto, la sensación -como mujer- era la de
ser una posesión masculina.
Las mujeres como propiedad de los hombres. En este sentido,
exhibir los rostros era enfrentar este carácter posesivo, provocar a esta
cultura masculina primitiva, agresiva, soberbia y
autoritaria.