En esa época, Riyadh estaba siendo construida, era una ciudad
en obra, y a este hecho estaba ligada tanta presencia occidental. Nuevos
edificios, autopistas, hospitales, centros comerciales y otras enormes
construcciones de infraestructura estaban siendo realizadas, y entre ellas se
destacaba el nuevo aeropuerto y la universidad saudita.
Resultaba deslumbrante la exhibición de poderío económico. Los
autos que circulaban eran Ferrari, BMW, Mercedes Benz, Jaguar, Porsche,
Lamborghini, Rolls Royce o alguna otra marca de similar categoría. Y era
asombroso que todo ese poder lo obtuvieran por haber descubierto esa sustancia
negra, el petróleo, la riqueza subterránea y oscura que la Madre Naturaleza les
había ofrendado.
Ya caía la tarde y llegamos a casa. Se trataba de una gran
edificación (500 m²) también cercada por muros de mármol blanco y que formaba
parte, con otras pocas viviendas, de un barrio cerrado. Había un espacio
exterior compartido que contaba con una piscina precisamente ubicada frente a
nuestra propiedad. Me impresionó que todo tuviera dimensiones gigantescas:
nuestro dormitorio, el de las chicas, el hall de distribución (que luego usaría
para dar clases de gimnasia a mujeres y niños los días de tormenta de arena).
Aún así, estas casas estaban reservadas para los extranjeros, ya que no reunían
las condiciones de confort a las que aspiraban los árabes más acomodados,
quienes podían vivir en casas de más de 2.000 m², con jardines, fuentes y
cocheras con capacidad para más de 10 vehículos.
Uno de estos privilegiados vivía enfrente de nosotros. Se
trataba, según nos dijeron, de un príncipe saudí. Desde el primer piso alcanzaba
a ver la zona de su garaje: tenía capacidad para una docena de coches. Por las
tardes, luego del último sala, me dedicaba a observar desde la ventana de
mi dormitorio la salida de las mujeres del príncipe que ascendían a los autos.
En general eran cuatro, pero podían ser más. El portero, vestido con el blanco
zobe y reluciente tocado en su cabeza, desplegaba una alfombra roja sobre
la cual las mujeres caminaban hacia el Jaguar color crema con vidrios
polarizados y manijas de oro que las estaba esperando, absolutamente cubiertas
por vestidos de velo negro. La imagen era irresistible, sugestiva, y producía en
mí la fascinación de estar viviendo un cuento de hadas; era casi como verlas
salir en alfombras mágicas. Me preguntaba cómo serían aquellas mujeres. Nunca
pude ver sus rostros, pero siempre las imaginé bellísimas.