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Extraño déjà vu
I


El vuelo de Avianca AV 88, pactado para las 7:45 del martes veintiséis de octubre de 2010 con primer destino Bogotá y destino final la Ciudad de México, saldría sin ningún tipo de demora, lo que complicó sobremanera a uno de sus pasajeros, un joven que superaba con facilidad los veinticinco años y que se había atrasado debido a una bendita manifestación en la autopista... algo cotidiano en el Buenos Aires de estos tiempos. Cuando arribó por fin al aeropuerto, pasadas las siete y diez minutos, su nombre sonaba por segunda y última vez en los altoparlantes, rogándole que por favor abordara el avión de manera inmediata. Cargaba dos pesadas maletas grises, una considerablemente más grande que la otra, y un bolso de mano que superaba a todas luces los diez kilos permitidos por la empresa.
Poco le importaba ese detalle.
Si se veía en la obligación de pagar la multa, de seguro optaría por descartar alguno de los libros de bolsillo que llevaba dentro. Un par de Stephen King (de seguro no eliminaría aquellos) y un tercero que vendría a ser algo así como una guía completa del NationalGeographic que, en este caso, ponía un total énfasis en México. Vaya, tampoco vería con buenos ojos dejar ese, pero había que elegir, y en cada elección siempre se abandona algo importante, o al menos ese razonamiento ocupaba buena parte de la cabeza del joven.
Pudo cargar las maletas en el avión sin demasiados inconvenientes... y sin demasiados inconvenientes pasó los puestos de control sin que nadie le dijera una palabra y ni siquiera le pesara el bolso de mano. Simplemente pasó y se sentó en su butaca, del lado del pasillo (hubiese preferido optar por la ventana, pero para eso tuvo que haber llegado cuanto menos una hora antes) tras registrar una cámara fotográfica digital y secarse las perlas de sudor que invadían su blanco rostro. Vaya, no es que esa mañana hiciera tremendo calor; la temperatura rozaba los diecisiete grados y él llevaba tan sólo una remera de manga larga, pero el temor a perder el vuelo y con eso su última posibilidad de cambiar su vida le había puesto los pelos de punta. Allá a los lejos, a diez mil kilómetros de distancia y a casi diez horas aguardaba un nuevo futuro para el hombre. Y no se hubiese perdonado, por nada del mundo, ver frustrado su propósito de cambiar de planes, al menos en lo inmediato. Fuera culpa de la manifestación o culpa suya. Lo mismo daba.
–... por un pelo –escuchó a su costado izquierdo. Apoyó la espalda contra el respaldo y se ajustó el cinturón de seguridad. Giró la cabeza, todavía con la frente cubierta de finas capas de sudor, y dirigió la mirada hacia su interlocutor. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, con un libro sobre sus manos.
–¿Perdón? –dijo el joven.
– Digo que has cogido el vuelo por un pelo. No sé cuánto tiempo llevo sentado aquí, pero te aseguro que el suficiente para creer que en cualquier momento esta máquina por fin levanta vuelo.
La tonada del hombre, con un timbre de voz suave y lento, indicaba que había nacido en algún lugar de México. O tal vez en Colombia, pero el joven se la jugaba por la primera opción. Sí, a todas luces.
Y para darle la razón al hombre mexicano (¿o colombiano?), el piloto comenzó con su discurso diario acerca del horario (7:41), el buen tiempo (cielo despejado y sin aparentes pozos de aire en las alturas) y la hora aproximada para arribar a Bogotá (12.15, hora local), además de la altura que tenía pensado ascender al avión.
–Y sí: por fin levanta vuelo –se regocijó el hombretón, ahora con el libro sobre su regazo y torcido parcialmente hacia el lado del joven, como si pretendiese que éste viera de qué se trataba. El joven volvió a clavarle sus marrones ojos y descubrió que aquel tipejo llevaba horas enteras sin conciliar el sueño. Tenía el rostro colorado e hinchado, o eso parecía, con los párpados cuales dos globos púrpuras encima de los ojos. Sonrío, y el tío que estuvo a un pelo de perder el avión descubrió que tenía los dientes separados y demasiado manchados. Supuso que fumaba, y que fumaba mucho. Tal vez hasta dos atados por día.
–Ajá. –Fue lo único que el joven atinó a decir. Lo único que se le ocurrió.

 
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Efectos colaterales y otros cuentos de Nicolás Fábrega   Efectos colaterales y otros cuentos
de Nicolás Fábrega

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