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El piloto comenzó con las maniobras de despegue.
–Manuel –dijo el hombretón moreno sentado al lado del joven de poco más de veinticinco años. Estiró la mano derecha y el joven se la estrechó sin más.
–Nicolás –respondió.
–Bonito nombre. También el mío lo es, aunque quizás no te parezca atinado para mi edad. Verás, siempre creí y siempre me lo hicieron saber, también, que Manuel es un nombre para chavos como tú. De treinta para abajo. –El joven terminó de corroborarlo: su compañero de fila (además de un parlanchín interesante) era mexicano–. Pero, ¿sabes? No juzgo a mi jefe por llamarme así. De hecho, él se llama... se llamaba, en realidad, pues falleció hace unos años, Vicente Manuel, y su padre, o sea, mi abuelo, Manuel Vicente. No pretendo aburrirte con todo esto, pero la historia se remonta a otras generaciones. Y yo la he roto, ¿sabes? Tengo un chavo, y no le puse Manuel ni Vicente, ni Vicente Manuel. Mi mujer... mi ex mujer, para ajustarnos a la realidad, escogió su nombre y le puso Joaquín. Bonito nombre, Joaquín. Nació aquí, y por él estoy ahorita en este vuelo...
–¿Has venido a visitarlo? –Vaya, la pregunta era absurda, y el joven lo sabía. Pero temía oír un monólogo perenne, y de alguna manera debía detenerlo. Por supuesto que había ido a visitarlo, y por supuesto que el tío de cincuenta años iba a contárselo, incluso estaba haciéndolo en ese momento, pero era necesaria una intervención, por pequeña o absurda que fuera.
–Pasé quince días con él, después de un año de mi última visita. ¿Sabes? Su madre no quiere que me lo lleve, pero ella no entiende que yo no me lo quiero llevar. Sólo pretendo que Joaquín conozca también la tierra de su padre, y de sus abuelos. Por supuesto que deseo que estuviera conmigo en México, y que me acompañe a ver al Toluca, y regalarle la playera, pero sé que eso no es posible. Sólo quiero que...
El abrupto ascenso interrumpió a Manuel que, inmerso en su relato, no se percató de que el avión ya había entrado en la pista principal y había tomado la velocidad necesaria para levantar vuelo. La cabeza del hombre se ladeó levemente para su costado derecho y llegó a rozar el marco de la ventanilla.
El libro cayó de su regazo y el joven vio la tapa roja y leyó Mi santa Biblia, con una tipografía y tamaño que hacía evidente que aquellas tres palabras, anotadas con un fibrón negro que daba la sensación de haber sido comprado para la ocasión, las había pintado el tío. Y la había titulado en vez de la.


Mi Santa Biblia


Por alguna razón, el joven se estremeció en su asiento, aunque no había nada de malo en el libro del hombretón... aunque sí, tal vez, en el hombre mismo. Otro estremecimiento recorrió su garganta y se instaló en la base del estómago.
A través de la ventanilla, observó cómo las nubes iban quedando abajo, mientras el tío recogía el libro. Su Biblia.
Manuel se aclaró la garganta y continuó con su perorata, aunque el joven había perdido el interés, al menos de manera parcial, y sólo lo escuchaba por porciones para confirmar que continuaba narrándole la historia de su hijo. Cada diez segundos, en ocasiones menos pero nunca más, Nicolás asentía con la cabeza y soltaba algún comentario que recorría la misma línea que un claro, entiendo y ajá. La situación se mantuvo en aquella dirección durante un letargo casi interminable de cinco minutos, que al hombre mayor le parecieron dos (o menos) y al joven quince (o más). Esta vez quien interrumpió a Manuel fue el cartel que indicaba que ya se podían desajustar los cinturones y estaban permitidos los aparatos electrónicos. El avión había ganado altura y recorría el cielo sin contratiempos. En cualquier momento les servirían el desayuno.
Nicolás se desajustó el cinturón y se levantó de su asiento.

 
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Efectos colaterales y otros cuentos de Nicolás Fábrega   Efectos colaterales y otros cuentos
de Nicolás Fábrega

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