»El rango de hijo mayor que tenía el Delfín, y el favor del rey de que gozaba el duque de Orleáns, engendraron entre ellos una especie de emulación que llegaba hasta el odio. Esa emulación había comenzado cuando eran niños, y se había conservado siempre. Cuando el emperador vino a Francia, dio entera preferencia al duque de Orleáns, sobre el Delfín, que se resintió tan vivamente, que, estando el emperador en Chantilly, quiso obligar al señor condestable a arrestarlo, sin esperar la orden del rey. El condestable no lo quiso hacer. El rey le censuró después no haber seguido el consejo de su hijo, y, cuando lo alejó de la Corte, esta razón tuvo mucha parte en ello.
»La división de los dos hermanos le sugirió a la duquesa de Etampes la idea de apoyarse en el señor duque de Orleáns para que la sostuviera junto al rey contra la señora de Valentinois. Lo consiguió. Este príncipe, sin estar enamorado de ella, no se preocupó menos de sus intenciones que el Delfín de las de la señora de Valentinois. Esto formó en la Corte dos camarillas, como ya os las podéis imaginar. Pero estas intrigas no se limitaron solamente a enredos de mujeres.
»El emperador, que había conservado su amistad con el duque de Orleáns, le había ofrecido varias veces entregarle el ducado de Milán. Las proposiciones que se hicieron después para celebrar la paz, hacían esperar que le daría las diecisiete provincias y que lo casaría con su hija. El Delfín no deseaba ni la paz ni ese casamiento. Se sirvió del condestable, a quien siempre quiso, para hacerle ver al rey qué importancia tenía no dejarle a su sucesor un hermano tan poderoso como sería el duque de Orleáns con la alianza del emperador y las diecisiete provincias. El condestable estuvo tanto más de acuerdo con el Delfín cuanto que así se oponía a los propósitos de la señora de Etampes, que era su enemiga declarada, y que deseaba ardientemente la elevación del duque de Orleáns.
»El Delfín comandaba entonces el ejército del rey en Champaña y había reducido el del emperador a tal extremo, que hubiera perecido enteramente si la duquesa de Etampes, temiendo que una ventaja excesiva no nos hiciera negar la paz y la alianza del emperador con el duque de Orleáns, no hubiera hecho advertir secretamente a los enemigos de que sorprendieran a Epernay y Chateau-Thierry, que estaban llenos de víveres. Lo hicieron y salvaron de ese modo todo su ejército.
»Esta duquesa no gozó mucho tiempo del éxito de su traición. Poco después el duque de Orleáns murió en Farmoutiers de una especie de enfermedad contagiosa. Amaba a una de las más bellas mujeres de la Corte y era correspondido. No os la nombraré, porque ha vivido después con tanta honestidad, y porque ocultó con tanto empeño la pasión que tenía por aquel príncipe, que ha merecido que se conserve su reputación. La casualidad quiso que recibiera la noticia de la muerte de su marido el mismo día que supo la del duque de Orleáns, de manera que tuvo aflicción, sin tener que darse el trabajo de contenerse.
»El rey no sobrevivió al príncipe su hijo; murió dos años después. Recomendó al Delfín que se sirviera del cardenal de Tournón y del almirante de Annebault, y no habló del condestable, que estaba entonces relegado en Chantilly. Lo primero que hizo, sin embargo, el rey, su hijo, fue llamarlo y darle el gobierno de los negocios.
»La señora de Etampes fue expulsada de la Corte y recibió todos los malos tratos que podía esperar de una enemiga omnipotente. La duquesa de Valentinois se vengó entonces plenamente de su rival y de todos los que la habían desagradado. Su influjo pareció más absoluto sobre el espíritu del rey de lo que fuera mientras era Delfín. Desde hace doce años que este príncipe reina, ella es dueña absoluta de todas las cosas. Dispone de los cargos y de los negocios; hizo desterrar al cardenal de Tournón, al canciller Olivier y a Villeroy. Los que han querido informar al rey sobre su conducta han perecido en el empeño. El conde de Taix, gran maestre de la artillería, que no la quería, no pudo dejar de hablar de sus galanterías y sobre todo de la del conde de Brissac, de quien el rey había estado ya muy celoso. Sin embargo, ella se arregló del modo que el conde de Taix cayó en desgracia; se le quitó el cargo, y, lo que es casi increíble, se lo hizo dar al conde de Brissac; después lo ha hecho mariscal de Francia. Los celos del rey aumentaron sin embargo de tal modo que no pudo tolerar que aquel mariscal permaneciera en la Corte. Pero los celos, que son agrios y violentos en los demás, son en él suaves y moderados a causa del extremado respeto que tiene por su querida, de modo que no se atrevió a alejar a su rival sino con el pretexto de darle el gobierno del Piamonte. Ha residido allí varios años y volvió el invierno pasado con el pretexto de pedir tropas y otras cosas necesarias para el ejército que comanda. El deseo de volver a ver a la señora de Valentinois, y el temor de ser olvidado por ella, tenían quizás mucha parte en este viaje. El rey lo recibió con gran frialdad. Los señores de Guisa, que no lo quieren, pero que no se atreven a demostrarlo a causa de la señora de Valentinois, se sirvieron del señor «vidame», que es su enemigo declarado, para impedir que obtuviera ninguna de las cosas que había ido a pedir. No era difícil perjudicarlo; el rey lo odiaba y su presencia le causaba inquietud; de manera que se vio obligado a volverse sin llevar más fruto de su viaje que el haber, quizás, atizado en el corazón de la señora de Valentinois sentimientos que la ausencia comenzaba a apagar. El rey tiene muchos otros motivos de celos; pero no los ha sabido o no se ha atrevido a quejarse de ellos.
»Yo no sé, hija mía -agregó la señora de Chartres, -si os parecerá que os he hecho saber cosas que no deseabais conocer. -Estoy muy lejos, señora, de haceros tal reproche -respondió la señora de Cleves, -y, si no fuera el miedo de importunaros, os preguntaría todavía diversas circunstancias que ignoro.»
La pasión del señor de Nemours por la señora de Cleves fue en un principio tan violenta, que le quitó la afición y hasta el recuerdo de todas las personas que había amado, y con las que había mantenido correspondencia durante su ausencia. No buscó siquiera pretextos para romper con ellas; no tuvo paciencia para escuchar sus quejas y responder a sus reproches. La Delfina, por quien había tenido sentimientos bastante apasionados, no pudo resistir en su corazón a la señora de Cleves. Hasta su impaciencia por el viaje a Inglaterra comenzó a aminorar, y no urgía ya su partida. Iba a menudo a ver a la Reina Delfina, porque la señora de Cleves acudía allí con frecuencia, y no parecía disgustarle que se imaginaran lo que habían creído respecto de sus sentimientos por aquella reina. La señora de Cleves le interesaba de tal manera que antes habría resuelto no darle muestras de su pasión que arriesgarse a que la conociese el público. No le habló siquiera al «vidame» de Chartres, que era su amigo íntimo, y para el que no tenía secretos. Observó una conducta tan discreta y se condujo de tal modo que nadie le sospechó de estar enamorado de la señora de Cleves, más que el caballero de Guisa; y ella misma difícilmente lo hubiera notado si la inclinación que sentía por él no hubiera hecho que observara con atención tan particular sus actos como para permitirle sospecharlo.