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La señora de Chartres empeoró tan considerablemente que se comenzó a desesperar de su vida; oyó lo que los médicos le dijeron del peligro en que estaba con un valor digno de su virtud y de su piedad. Después que hubieron salido aquellos, hizo retirar a todos los presentes y llamar a la señora de Cleves.

«Es preciso que nos separemos, hija mía -le dijo, extendiéndole la mano; -el peligro en que os dejo y la necesidad que tenéis de mí aumentan el disgusto con que os voy a dejar. Tenéis alguna inclinación por el señor de Nemours; no os pido que me lo confeséis; ya no estoy en estado de servirme de vuestra sinceridad para conduciros. Hace ya mucho tiempo que descubrí esa inclinación; pero no os quise hablar antes por temor de hacéroslo notar a vos misma. Ahora, bastante lo conocéis, estáis en el borde del precipicio; serán necesarios grandes esfuerzos y grandes violencias para que os contengáis. Pensad en lo que debéis a vuestro marido, pensad en lo que os debéis a vos misma, y pensad que vais a perder esa reputación que habéis adquirido y que tanto os he deseado. Tened energía y valor, hija mía; retiraos de la Corte; obligad a vuestro marido a que os llevo lejos; no temáis tomar resoluciones demasiado ásperas y demasiado difíciles; por atroces que os parezcan al principio, serán más suaves en sus consecuencias que las desgracias de una galantería. Si otras razones que las de la virtud y de vuestro deber pudieran obligaros a lo que deseo, os diría que, si algo será capaz de turbar la felicidad que espero al salir de este mundo, sería veros caer como las demás mujeres; pero si esta desgracia tiene que sucederos, recibiré la muerte con alegría, para no presenciarla.»

La señora de Cleves se deshacía en lágrimas sobre la mano de su madre, que tenía oprimida entre las suyas; la señora de Chartres, sintiéndose enternecida ella misma: «Adiós, hija mía -le dijo, -terminemos una conversación que nos conmueve demasiado a las dos, y acordaos, si podéis, de todo lo que acabo de deciros.»

Se volvió sobre el otro costado al terminar estas palabras, y le ordenó a su hija que llamara a sus camareras, sin querer escucharla ni decir nada más. La señora de Cleves salió de la alcoba de su madre en el estado que se puede imaginar, y la señora de Chartres no pensó ya más que en prepararse para la muerte. Vivió aún dos días, durante los cuales no quiso ver a su hija, que era la única cosa a que se sentía vinculada.

La señora de Cleves estaba en una aflicción extrema; su marido no se separaba de su lado, y cuando la señora de Chartres hubo expirado, la llevó consigo al campo, para alejarla de un sitio que no hacía más que agravar su dolor. Jamás se vio otro igual. Si bien el cariño y la gratitud entraban por mucho en ello, la necesidad que, según se lo advertía su propio instinto, tenía de su madre para defenderse contra el señor de Nemours contribuía no poco a causar tan honda pena. Se sentía desgraciada al verse abandonada a sí misma, en un momento en que era tan poco dueña de sus sentimientos, y en el que hubiera deseado tanto el contar con alguien que pudiera compadecerla y darle fuerzas. La manera como el señor de Cleves se conducía para con ella, la hacía desear más intensamente que nunca el no faltarle en nada de lo que le debía. Le demostraba también más amistad y más cariño del que le demostraba antes; quería que no se separase de ella y se imaginaba que a fuerza de apegarse a él la defendería contra el señor de Nemours.

Este príncipe fue a ver al señor de Cleves en el campo; pero fue inútil su empeño por hacer una visita a la señora de Cleves, porque ésta no quiso recibirlo, y comprendiendo muy bien que no podría verlo sin encontrarlo agradable, había tomado la firme resolución de no hacerlo y de evitar todas las ocasiones que dependieran de ella.

El señor de Cleves vino a París para concurrir a la Corte, y le prometió a su mujer que regresaría al día siguiente; no volvió, sin embargo, sino dos días después. -Os esperé ayer todo el día -le dijo la señora de Cleves, cuando llegó; -y tengo que reprocharos por no haber venido como me lo prometisteis. Ya sabéis que si podía sentir una nueva aflicción en el estado en que estoy, era la muerte de la señora de Tournón, que he sabido esta mañana. Me hubiera afectado aunque no la hubiese conocido: es siempre una cosa digna de piedad que una mujer joven y bella como era dicha señora haya muerto en el corto espacio de dos días; pero, además, era una de las personas que más me agradaban y que parecía tener tanto juicio como mérito.

-Sentí mucho no poder regresar ayer -respondió el señor de Cleves; -pero era tan necesario para consolar a un desdichado, que me fue imposible dejarle. En cuanto a la señora de Tournón, os aconsejo que no os aflijáis, si la deploráis como a una mujer llena de juicio y digna de vuestra estima. -Me sorprendéis -repuso la señora de Cleves, -pues os he oído decir varias veces que no había mujer en la Corte a quien estimarais tanto. -Es cierto -le respondió, -pero las mujeres son incomprensibles, y cuando pienso en ellas, me considero tan dichoso con poseeros, que no puedo admirar lo bastante mi felicidad. -Me estimáis en más de lo que valgo -replicó la señora de Cleves suspirando, -y todavía no es hora de que me juzguéis digna de vos. Decidme, os lo ruego, qué es lo que os ha desengañado respecto de la señora de Tournón. -Hace mucho tiempo que lo estaba -le contestó, -y que sé que amaba al conde de Sancerre, a quien daba esperanzas de que casaría con ella. -Me cuesta creer -interrumpió la señora de Cleves, -que la señora de Tournón, después de la adversión tan extraordinaria que ha demostrado por el matrimonio desde que enviudó, y después de las declaraciones públicas que ha hecho de no volver a casarse jamás, haya dado esperanzas a Sancerre. -Si no se las hubiera dado más que a él -replicó el señor de Cleves, -no habría de qué sorprenderse; pero lo más extraño es que se las daba también a Estouville al mismo tiempo, y voy a haceros conocer toda esta historia.

 
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