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El caballero de Guisa le había dado ciertos celos, pero como éstos más estaban fundados en el mérito de este príncipe que en ninguno de los actos de la señorita de Chartres, sólo pensó en tratar de descubrir si era bastante afortunado para que ella sintiera el mismo afecto que él tenla por la joven. No la veía sino junto a las reinas y en las reuniones; era difícil mantener una conversación particular. Encontró, sin embargo, el medio, y le habló de su propósito y de su pasión con todo el respeto imaginable; la instó para que le dijera qué sentimientos tenía por él, y le dijo que los que ella le inspiraba eran de tal naturaleza que lo harían eternamente desgraciado si ella sólo obedeciera por deber la voluntad de su señora madre.

Como la señorita de Chartres tenía un corazón muy noble y recto, la llenó de gratitud la conducta del príncipe de Cleves. Esta gratitud dio a sus respuestas y a sus palabras un cierto aire de dulzura que bastó para fomentar la esperanza en un hombre tan locamente enamorado como lo estaba el príncipe; de modo que dio por realizado, en parte lo que deseaba.

Ella le dio cuenta a su madre de aquella conversación, y la señora de Chartres le dijo que el señor de Cleves tenía tanta grandeza y buenas cualidades, y que demostraba tal cordura para su edad que, si su hija se sentía inclinada a casarse con él, ella consentiría con gusto. La señorita de Chartres respondió que ella le encontraba las mismas buenas cualidades, que casaría con él con menos repugnancia que con otro; pero que no sentía ninguna inclinación particular por su persona.

Al día siguiente aquel príncipe hizo hablar a la señora de Chartres. Aceptó la proposición que se le hacía, y no temió darle a su hija un marido a quien no pudiera amar, casándola con el príncipe de Cleves. Se ajustaron las condiciones; se le habló al rey y aquel casamiento fue sabido por todos.

El señor de Cleves estaba satisfecho, sin sentirse no obstante, enteramente feliz; veía con mucha pena que los sentimientos de la señorita de Chartres no pasaban de los de la estima y la gratitud, y no podía jactarse de que ocultara otros más halagadores, porque el estado en que se hallaban le permitía demostrarlos sin chocar su extremada modestia. No pasaba día sin que él le expresara sus quejas. «¿Es posible -le decía, -que yo no pueda ser feliz al casarme con vos? Sin embargo, es cierto que no lo soy. No tenéis para mi más que una especie de bondad que no puede satisfacerme, no tenéis ni impaciencia, ni inquietud, ni pena; mi pasión no os impresiona más de lo que un afecto que no tuviera más fundamento que las ventajas de vuestra fortuna, y no los encantos de vuestra persona. -Sois injusto al quejaros -le respondía la joven; -no sé qué podéis desear más allá de lo que hago, y creo que el bien parecer no permite que haga otra cosa. -Es cierto le replicaba él, -que me dais ciertas apariencias de las que estaría contento si hubiese algo más allá; pero, en lugar de conteneros, el bien parecer es lo único que os hace obrar como lo hacéis. No observo vuestra inclinación ni vuestro cariño, y mi presencia no os causa ni placer ni turbación. -No es posible que dudéis -replicaba ella, -de que tengo placer en veros, y no podéis tampoco dudar de que vuestra vista me turba. -No me engaña vuestro sonrojo -respondía, el príncipe; -es un sentimiento de modestia y no un movimiento de vuestro corazón, y no deduzco de eso más de lo que debo deducir.»

La señorita de Chartres no sabía qué responder, pues esos distingos estaban por encima de sus conocimientos. El señor de Cleves veía muy claro qué lejos estaba ella de tener por él los sentimientos que podían satisfacerle, puesto que hasta le parecía que ella no los entendía.

El caballero de Guisa regresó de viaje pocos días antes de las bodas. Eran tantos los obstáculos invencibles que había encontrado a su propósito de casarse con la señorita de Chartres, que no le había quedado esperanza de triunfar; pero, sin embargo, le afectó sensiblemente el verla casar con otro. Este dolor no apagó su pasión, y siguió tan enamorado como antes. La señorita de Chartres no ignoraba los sentimientos que este príncipe abrigaba por ella. El le hizo saber, a su regreso, que ella era la causa de la extremada tristeza que se pintaba en su rostro; y tenía tanto mérito y tantos atractivos que era difícil hacerle desgraciado sin tenerle alguna lástima. Así es que ella no podía dejar de compadecerle; pero esa piedad no la arrastraba a tener otros sentimientos, y contaba su madre el pesar que le causaba la afección de aquel príncipe.

La señora de Chartres admiraba la sinceridad de su hija, y la admiraba con razón, porque jamás nadie la tuvo mayor y más natural; pero no admiraba menos que su corazón no se conmoviera, tanto más cuanto bien veía que el príncipe de Cleves tampoco le había interesado más que los otros. Esto fue causa de que se empeñara en hacerle querer a su marido, y que comprendiera lo que debía a la inclinación que había sentido por ella antes de conocerla, y a la pasión que le había demostrado prefiriéndola a todos los otros partidos, en una época en que nadie se atrevía a pensar en ella.

El casamiento se realizó; la ceremonia se hizo en el Louvre, y por la noche el rey y las reinas fueron a cenar en casa de la señora de Chartres con toda la Corte, siendo recibidos con una magnificencia admirable. El caballero de Guisa no se atrevió a distinguirse de los demás, no asistiendo a la ceremonia, pero fue tan poco dueño de su tristeza, que era fácil advertirla.

El señor de Cleves no encontró que la señorita de Chartres cambiara de sentimientos al cambiar de nombre. La calidad de marido le dio los más grandes privilegios, pero no le conquistó otro sitio en el corazón de su mujer. De modo que, aun siendo su marido, no dejó de ser su novio, porque siempre le quedaba que desear algo más allá de la posesión; y aunque ella viviera perfectamente con él, no se sentía completamente feliz. Conservaba por ella pasión violenta e inquieta que turbaba toda su felicidad. Los celos no tenían parte en esa turbación; jamás marido los sintió menos, y jamás mujer estuvo más lejos de darlos. Ella estaba, sin embargo, expuesta, en medio de la Corte: iba todos los días a ver a las reinas y a la hermana del rey. Todos los hombres jóvenes y galantes la veían en su casa, y en la del duque de Nevers, su cuñado, cuya casa estaba abierta a todo el mundo; pero tenía un aire que inspiraba tal respeto y que parecía tan distante de la galantería, que el mariscal de Saint-André, aunque audaz y sostenido por el favor del rey, estaba prendado de su belleza y no se lo demostraba sino con sus cuidados y atenciones. Varios otros estaban en la misma condición; y la señora de Chartres agregaba a la cordura de su hija una conducta tan estricta que acababa por hacerla parecer una persona a la que no se podía llegar.

La duquesa de Lorena, al trabajar por la paz, había también trabajado por el casamiento del duque de Lorena, su hijo; había sido concertado con Claudia de Francia, segunda hija del rey. Los esponsales quedaron fijados para el mes de febrero.

 
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de Mme. de La Fayette

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