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Entretanto, el duque de Nemours: había permanecido en Bruselas, completamente lleno y ocupado de sus planes sobre Inglaterra. Recibía de allí o enviaba continuamente correos. Sus esperanzas aumentaban todos los días, y por último Lignerolles le escribió que era ya tiempo de que fuera personalmente a concluir lo que ya estaba comenzado. Recibió esta noticia con toda la alegría que puede tener un joven ambicioso, que se ve elevado al trono solamente por su reputación. Su espíritu se había ido acostumbrando insensiblemente a la grandeza de aquella fortuna, y, así como al principio la había rechazado como una cosa que no podía conseguir, las dificultades se habían borrado de su imaginación y ya no veía obstáculos.

Mandó dar órdenes urgentes a París para hacer preparar su magnífico equipaje, a fin de aparecer en Inglaterra con un brillo proporcionado al objeto que allá le llevaba, y él mismo se apresuró para ir a la Corte con objeto de asistir al casamiento del señor de Lorena.

Llegó la víspera de los esponsales, y, el mismo día de su llegada, fue a darle cuenta al rey del estado de su proyecto y recibir sus órdenes y consejos para lo que le restaba hacer. Fue después a ver a las reinas. La señora de Cleves no estaba con ellas, de modo que no le vio ni supo siquiera su llegada. Ella había oído hablar a todos de aquel príncipe como del más hermoso y más agradable de la Corte; y sobre todo la Delfina se lo había pintado de tal modo y le había hablado de él tantas veces, que le había dado curiosidad y hasta impaciencia por verlo.

Pasó todo el día de los esponsales en su casa preparándose para asistir al baile y al festín regio que se haría en el Louvre. Cuando llegó causaron admiración su belleza y su tocado. Comenzó el baile, y como ella debía bailar con el señor de Guisa, se produjo bastante ruido hacia la puerta de la sala, como si entrara alguien a quien se hiciera lugar. La señora de Cleves acabó de bailar, y, mientras que buscaba con los ojos a alguien para tomarle de compañero, el rey le gritó que eligiera al que acababa de llegar. Se volvió, y vio a un hombre, que creyó desde un principio que debía ser el duque de Nemours, caminando por encima de unas sillas para llegar al sitio en que se bailaba. Aquel príncipe estaba de tal suerte hecho, que era difícil que una mujer no se sorprendiera al verle, por vez primera, sobre todo aquella noche, en que el cuidado con que se había vestido aumentaba el brillo de su persona. Pero era también difícil ver a la señora de Cleves por primera vez sin sentir gran admiración.

El señor de Nemours quedó tan sorprendido de su belleza que, cuando estuvo cerca de ella y le hizo la reverencia, no pudo dejar de dar muestras de su admiración. Cuando comenzaron a bailar se produjo en la sala un murmullo de ponderaciones. El rey y las reinas recordaron que ambos no se conocían y les pareció cosa singular verlos bailar juntos sin conocerse. Los llamaron cuando hubieron concluido de danzar, y sin darles tiempo de hablar a nadie les preguntaron si no deseaban saber quiénes eran y si lo sospechaban. «En cuanto a mí, señor -dijo el señor de Nemours, -no tengo incertidumbre; pero, como la señora de Cleves no tiene las mismas razones para adivinar quién soy que las que yo tengo para saber quién es ella, desearía mucho que Vuestra Majestad le hiciera saber mi nombre.-Me imagino -dijo la Delfina, -que sabe tan bien vuestro nombre como vos el de ella. -Os aseguro, señora -repuso la señora de Cleves, que parecía algo confusa, -que no adivino tan bien como pensáis. Lo adivináis muy bien -respondió la Delfina, -y hay hasta algo de halagador para el señor de Nemours, en el no querer confesar que le conocéis sin haberle nunca visto.» La reina los interrumpió para hacer seguir el baile. El señor de Nemours eligió a la Reina Delfina, -y hay hasta algo de halagador para el señor de Nemours, en no querer confesar antes de que fuera a Flandes; pero en toda la noche no pudo admirar más que a la señora de Cleves.

El caballero de Guisa, que no había dejado de adorarla, estaba a sus pies, y lo que acababa de pasar le había causado un dolor profundo. Aquello le pareció como un presagio de que la fortuna había dispuesto que el señor de Nemours se enamoraría de la señora de Cleves; y, fuese que en efecto alguna turbación se trasluciera en su rostro, o que los celos le hicieran ver al caballero de Guisa más allá de la realidad, le pareció que la vista de aquel príncipe le había impresionado, y no pudo dejar de decirle que el señor de Nemours era muy afortunado en trabar conocimiento con ella por medio de una aventura que tenía algo de galante y de extraordinario.

La señora de Cleves volvió a su casa tan preocupada con lo que había pasado en el baile que, aunque era muy tarde, fue a la alcoba de su madre para contárselo, y le ponderó al señor de Nemours con cierto tono que le dio a la señora de Chartres la misma idea que tuvo el caballero de Guisa.

Al día siguiente se verificaron las bodas. La señora de Cleves vio en ellas al señor de Nemours y le encontró un aspecto y una gracia tan admirables que quedó más sorprendida aún.

Los días siguientes, lo vio en las reuniones de la Reina Delfina; lo vio jugar a la pelota con el rey, lo vio correr la sortija, lo oyó hablar; pero lo vio siempre sobrepasar de tan lejos a los demás y hacerse de tal modo dueño de la conversación dondequiera que estuviese, por el aire de su persona, y por la amenidad de su espíritu, que hizo en poco tiempo gran impresión sobre su corazón.

Verdad es que, como el señor de Nemours sentía por ella una inclinación violenta que le daba esa suavidad y ese brío que prestan los primeros deseos de agradar, estaba más amable aún que de costumbre; de modo que, viéndose tan a menudo, viendo una y otro que eran lo más perfecto que había en la Corte, era difícil que no se agradaran infinitamente.

 
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