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La duquesa de Valentinois estaba en todas las diversiones, y el rey tenía para con ella la misma vivacidad y las mismas atenciones que en los comienzos de su pasión. La señora de Cleves, que estaba en esa edad en la que no se cree que una mujer puede ser amada cuando ha pasado los veinticinco años, miraba con extremada sorpresa el afecto que el rey tenía por aquella duquesa, que era abuela y que acababa de casar a su nieta. Le hablaba a menudo de esto a la señora de Chartres. «¿Es posible, señora -le decía, -que haga tanto tiempo que el rey está enamorado de ella? ¿Cómo pudo vincularse a una persona que era mucho mayor que él, que había sido amante de su padre, y que lo es todavía de muchos otros, según he oído decir? -Es cierto -le respondía aquella, -que no es ni el mérito ni la fidelidad de la señora de Valentinois lo que hizo nacer la pasión del rey, ni lo que la ha conservado; y es por esto también que no es disculpable; porque si esa mujer hubiera sido joven y bella, como es elevada su cuna; si hubiera tenido el mérito de no haber amado nunca, si hubiera amado al rey con una fidelidad exacta, si lo hubiera amado sólo por su persona, sin interés de grandeza ni de fortuna, y sin servirse de su poder más que para cosas agradables al propio rey, hay que, confesar que hubiera costado esfuerzo el no ponderar el gran afecto que este príncipe tiene por ella. -Si yo no temiera -prosiguió la señora de Chartres, que vos dijerais de mí lo que se dice de todas las mujeres de mi edad, que les gusta contar las cosas de sus tiempos, os haría saber el comienzo de la pasión del rey por esa duquesa, y varias cosas de la corte del finado rey, que tienen mucha relación con las que ocurren ahora. -Muy lejos de acusaros -repuso la señora de Cleves, -de relatar las historias pasadas, deploro, señora, que no me hayáis instruido de las presentes, respecto de los diversos intereses y las diversas vinculaciones de la Corte. Los ignoro de tal modo que creía, hasta hace pocos días, que el señor condestable estaba en muy buena relación con la reina. -Teníais una opinión bien opuesta a la verdad -respondió la señora de Chartres. -La reina odia al condestable, y si llega a tener ella algún poder, demasiado lo notará él. Ella sabe que le ha dicho varias veces al rey que de todos sus hijos sólo los naturales se le parecen. -Jamás hubiera sospechado ese odio -interrumpió la señora de Cleves, -después de haber visto la asiduidad con que la reina le escribía al condestable durante su prisión, la alegría que demostró a su vuelta, y oyéndola llamarle siempre mi compadre, lo mismo que hace el rey. -Si vais a juzgar aquí por las apariencias -respondió la señora de Chartres, -os engañaréis a menudo: lo que parece, no es casi nunca la verdad. Pero, volviendo a la señora de Valentinois, ya sabéis que se llama Diana de Poitiers. Su casa es muy ilustre; desciende de los antiguos duques de Aquitania; su abuela era hija natural de Luis XI, y, en fin, todo es grande en su nacimiento. Saint-Valier, su padre, se encontró mezclado en el asunto del condestable de Borbón, de que habéis oído hablar. Se le condenó a ser decapitado y conducido al cadalso. Su hija, cuya belleza era admirable, y que ya había agradado al finado rey, procedió tan hábilmente (valiéndose no sé de qué medios) que obtuvo la vida de su padre. Se le comunicó su gracia en el momento en que no esperaba más que el golpe de la muerte; pero el miedo le había impresionado tanto, que perdió el conocimiento, y murió pocos días después. Su hija apareció en la Corte como querida del rey. El viaje de Italia y la prisión de este príncipe interrumpió esta pasión. Cuando volvió de España, y la regente se adelantó a recibirle en Bayona, llevó a todas sus hijas, entre las cuales iba la señorita de Pisseleu, que fue después la duquesa de Etampes. El rey se enamoró de ella. Era inferior en nacimiento, en ingenio y en belleza a la señora de Valentinois, y la única ventaja que tenía sobre ella era su fresca juventud. Yo le oí decir varias veces que había nacido el día en que Diana de Poitiers se había casado. Se lo hacía decir el odio y no la verdad, porque estaría bien equivocada si la duquesa de Valentinois no casó con el señor de Brezé, gran senescal de Normandía al mismo tiempo que el rey se enamoró de la señora de Etampes. Jamás hubo odio más grande que entre esas dos mujeres. La duquesa de Valentinois no podía perdonarle a la señora de Etampes el haberle quitado el título de querida del rey. La señora de Etampes tenía violentos celos contra la señora de Valentinois, porque el rey mantenía relaciones con ella. Este príncipe no tenía una fidelidad exacta con sus queridas: había siempre una que tenía el título y los honores, pero las que llamaban de la pequeña banda, se lo repartían sucesivamente. La pérdida del Delfín, su hijo, que murió en Tournón, y se le supuso envenenado, le causó una honda aflicción. No tenía el mismo cariño ni la misma afición por su segundo hijo, que reina presentemente; no le encontraba bastante audacia ni bastante vivacidad. Se lamentó de esto un día hablando con la señora de Valentinois y ella le dijo que quería hacer que se enamorase de ella para tornarlo mas vivo y más agradable. Lo consiguió como lo veis. Hace más de veinte años que esa pasión dura, sin que hayan podido alterarla ni el tiempo ni los obstáculos.

»El finado rey se opuso en un principio; y sea que aún amara a la señora de Valentinois lo bastante para tener celos, o ya lo impulsara la duquesa de Etampes, que estaba desesperada de que el Delfín se vinculara con su enemiga, lo cierto es que vio esta pasión con una cólera y con un pesar de que daba muestras todos los días. Su hijo no temió ni su cólera ni su odio, y nada pudo obligarlo a disminuir su relación ni a ocultarla: fue preciso que el rey se acostumbrara a soportarla. Esta oposición a su voluntad le alejó aun más de él, y lo encariñó más aún con el duque de Orleáns, su tercer hijo. Era un príncipe apuesto, bello, lleno de bríos y de ambición, de una juventud fogosa, que requería ser moderada, pero que hubiera hecho de él un príncipe de gran elevación si la edad hubiera madurado su espíritu.

 
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