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El caballero de Guisa, y él, que eran amigos salieron juntos de casa de la princesa. Ponderaron a la señorita de Chartres, primero, sin reparo; les pareció, por último, que la elogiaban demasiado, y los dos cesaron de decir lo que pensaban de la joven; pero no pudieron dejar de hablar de ella en todos los sitios que, en los días siguientes, se encontraron. Aquella nueva belleza fue durante muchos días el tema de todas las conversaciones. La reina le hizo grandes elogios, y tuvo con ella extraordinaria consideración; la Reina Delfina la hizo una de sus favoritas y le pidió a la señora de Chartres que la llevara a menudo a verla; las hijas del rey la mandaban a buscar para que participara de sus diversiones; en fin, era amada y estimada de toda la Corte, excepto de la señora de Valentinois. No era que aquella belleza le causara recelos; una experiencia demasiado larga la había convencido de que no tenía nada que temer respecto del rey; pero sentía tanto odio por el «vidame» de Chartres, a quien había deseado unir a ella mediante el casamiento de una de sus hijas, y que había acabado por aliarse a la reina, que no podía mirar favorablemente a una persona que llevaba su nombre, y por quien él demostraba una gran amistad.

El príncipe de Cleves se enamoró apasionadamente de la señorita de Chartres, y deseaba ardientemente casarse con ella; pero temía que el orgullo de la señora de Chartres no consintiera darle su hija a un hombre que no era el mayorazgo de su casa. Sin embargo, aquella casa era tan grande, y el conde de Eu, que era el mayor, acababa de casarse con una persona tan allegada a la casa real, que era más bien la timidez que causa el amor que verdaderas razones lo que motivaba los temores del señor de Cleves. Tenía gran número de rivales: el caballero de Guisa le parecía el más temible de todos por su nacimiento, por su mérito y por el brillo que el favor daba a su casa; este príncipe se había enamorado de la señorita de Chartres desde el primer día que la viera; se había dado cuenta de la pasión del señor de Cleves, como el señor de Cleves había echado de ver la suya. Aunque fuesen amigos, el apartamiento que causan las mismas pretensiones no les había permitido explicarse juntos, y su amistad se había enfriado sin que tuvieran el ánimo necesario para poner las cosas en claro. La suerte que había tenido el señor de Cleves en haber sido el primero en ver a la señorita de Chartres, le parecía un buen presagio, y creía tener alguna ventaja sobre sus rivales; pero preveía grandes obstáculos por parte del duque de Nevers, su padre. Este duque tenía estrechas vinculaciones con la duquesa de Valentinois; ésta era enemiga del «vidame» y esta razón era bastante para impedir que el duque de Nevers consintiera en que su hijo pensara siquiera en su sobrina.

La señora de Chartres, que tanto empeño había puesto en inspirar la virtud a su hija, no cesó de tener los mismos cuidados en un sitio en que eran tan necesarios, y en el que había tantos ejemplos muy peligrosos. La ambición y la galantería eran el alma de aquella Corte, y ocupaban igualmente a los hombres y a las mujeres. Había tantos intereses y tantas camarillas diferentes, y los demás tomaban tanta parte en ellos, que el amor se mezclaba siempre a los negocios y los negocios al amor. Nadie vivía tranquilo ni indiferente, se pensaba en ascender, en agradar, en servir o perjudicar; no se conocía ni el tedio ni la ociosidad, y se estaba siempre ocupado en divertirse o en intrigar. Las damas tenían vinculaciones particulares con la reina, con la Reina Delfina, con la reina de Navarra, con la hermana del rey, o con la duquesa de Valeritinois. Las inclinaciones, las razones del bien parecer, o las analogías de carácter formaban estas diferentes vinculaciones. Las que ya no eran muy jóvenes y hacían profesión de una virtud más austera, eran adictas a la reina. Las más jóvenes buscaban la alegría y la galantería, constituían la corte a la Reina Delfina. La reina de Navarra tenía sus favoritas; era joven y ejercía influjo sobre el rey, su marido; estaba unida al condestable y esto le daba mucha influencia. La hermana del rey se conservaba aún hermosa y atraía a varias damas junto a ella. La duquesa de Valentinois contaba con todas las que se dignaba mirar; pero pocas mujeres le eran agradables, y, excepto algunas que contaban con su familiaridad y su confianza, cuyo humor era parecido al suyo, no las recibía en su casa sino los días en que le agradaba tener una corte como la de la reina.

Todos estos grupos tenían emulación y envidia los unos de los otros. Las damas que los componían también se celaban entre ellas, o a cansa del favor o a causa de los amantes; los intereses de grandeza y de elevación se encontraban a menudo unidos a esos otros intereses menos importantes, pero no menos tangibles, así es que había una cierta agitación sin desorden en esta Corte, lo que la hacía muy agradable, pero también muy peligrosa para una joven. La señora de Chartres veía este peligro, y no pensaba más que en los medios de preservar de ellos a su hija. Le rogó, como amiga y no como madre, que le confiara todas las galanterías que le dijeran, y le prometía ayudarla en las cosas en que con frecuencia no se sabe qué hacer cuando se es joven.

El caballero de Guisa, demostró de tal manera sus sentimientos y propósitos respecto de la señorita de Chartres, que no había quien los ignorara. Sin embargo, le parecía un imposible lo que deseaba; sabía bien que no era un partido que conviniera a la señorita de Chartres, a causa de la poca fortuna que poseía para sostener su rango; y sabía también que sus hermanos no aprobarían que se casara, a causa del rebajamiento que el matrimonio de los segundones acarrea por lo regular en las grandes casas. El cardenal de Lorena le hizo ver muy luego que no se equivocaba; condenó el interés que demostraba por la señorita de Chartres con un calor extraordinario, pero no le dijo las verdaderas causas. Este cardenal odiaba al «vidame», siendo esto un secreto que se reveló más tarde. Hubiera más bien consentido en que su hermano contrajera cualquier otra alianza que la del «vidame», y declaró tan públicamente su oposición, que la señora de Chartres se sintió vivamente ofendida. Puso empeño en hacer ver que el cardenal de Lorena no tenía nada que temer, declarando que no pensaba en aquel casamiento. El «vidame» adoptó la misma conducta, y la del cardenal de Lorena le ofendió aún más que a la señora de Chartres, porque conocía mejor su causa.

 
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de Mme. de La Fayette

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